La churrería estaba en un lugar estratégico: al comienzo de la calle ancha que articulaba la barriada y al lado del río. Ella, al cruzar el puente camino del colegio, veía con frecuencia al churrero coger juncos en la ribera, pero tardó algún tiempo en darse cuenta de su utilidad para anillar la preciada golosina cuando ya algo mayor se dio el pequeño lujo de comprar una docena al alimón con su compañera del alma. El filamento grasoso y reluciente en que estaban ensortijados era la humilde vara que siempre había ignorado.
Años más tarde aquella costumbre desapareció porque el río fue encauzado eliminando sus arenales; seguramente también la alcaldía dictó un bando sobre medidas higiénicas en la manipulación de los alimentos; y, lo que fue definitivo, los churros perdieron su garboso aire que el churrero formaba hábilmente con su dedo cuando la masa caía sobre la sartén con aceite hirviendo.
El churro pasó de la filigrana al soso palote acrecentándose la velocidad del proceso de su fabricación. Hacer algo como churros seguía siendo sinónimo, quizá ahora con más razón, de trabajo manual en serie, pero no perdía su carácter peyorativo por el que se calificaba como churro a una chapuza, a hacer algo de manera poco pensada y menos elaborada. Ella asimismo lo aprendió de manera muy temprana cuando escuchó a una compañera que se le daban muy bien las mates y que hacía los problemas como churros porque hilaba uno con otro a la velocidad del rayo casi sin pensar y terminaba antes que nadie. Además, en el costado negativo, su profe un día le devolvió una redacción con una frase entre admiraciones que decía solo dos palabras: ¡vaya churro! Desde entonces supo que si bien la polisemia estaba presente en una gran mayoría de palabras en lo que a los churros concernía el significado se inclinaba hacía su perfil más prosaico.
Los tiempos actuales están marcados por cambios exponenciales que arrastran un quehacer vertiginoso. Las pautas de la convivencia se han ido trastocando hasta definir un marco dominado por las medias verdades, relatos que simplifican lo complejo, el anonimato, la banalidad y el imperio de lo instintivo. Si la inmediatez es la cualidad esencial de las emociones pareciera que hay una fábrica de engendrarlas. Su componente de automatismo es también lo que las vuelve potencialmente engañosas al generar reacciones desmesuradas y miedo.
Vivimos en el seno de una combinación extraña en la que lo instantáneo se mezcla con lo impersonal y donde la obligación de optar entre opuestos resulta ineludible. El yo radicalmente solitario se asemeja a una churrería posmoderna donde las identidades cambiantes cada día surgen al albur del capricho saltarín de la última ocurrencia. El gran bazar del consumo en el que mercadean empresas y políticos sin escrúpulos explota los instintos, sentimientos y emociones para, soslayando el tamiz de la razón, ajustar una oferta a una demanda ajena al sentir profundo de la vida. Como churros calentitos para ser consumidos por los voraces depredadores.