Las puertas de la biblioteca Torrente Ballester abrían perfectamente, las empujabas con la mano y ya. Pero las automatizaron, con una célula fotoeléctrica o qué sé yo. Te acercas y a veces abren, a veces no. Y una abre en el lado izquierdo, otra el lado derecho. Por supuesto, hay que dar la lata al usuario. Y ese nuevo sistema costó dinero, desde luego. ¿No era mejor comprar más libros, subir el sueldo a los empleados, qué sé yo? Todo tiene que ser tecnológico, incluso rascarse la nariz. Es la nueva cursilería.
Tenemos que automatizar todo. Automaticemos la relación con nuestra mujer: a las once le damos un beso, a las dos le decimos hola y al atardecer le sonreímos. Automaticemos el caminar por la calle: que un algoritmo nos diga por donde ir, calcule los movimientos de nuestras piernas. Automaticemos el préstamo de libros: cada dos días pedimos alguno (que lo decida una máquina) y un procedimiento automático nos lo sirve. Acabemos con toda vida, con toda espontaneidad. Que la vida entera sea automática. Los gobiernos podrán controlarla mejor, todo estará ordenado.
Que todo lo hagan máquinas por nosotros, que no tengamos que levantar un dedo. Qué anticuado es mover el dedo para rascarse la nariz: que lo haga una máquina por nosotros. Podremos estar sentados todo el día sin mover ni un milímetro, sin hacer nada. Y como eso es insano, que unas máquinas nos muevan un poco a horas fijas.
Es el paraíso automático. Qué felices seremos todos. Todo estará previsto, todo funcionará automáticamente, también nosotros. Si hace falta algún sentimiento, alguna emoción, alguna mirada inesperada a nuestra mujer, que se fabriquen también automáticamente. Será la parálisis universal, el automatismo universal. Solo quedarán algunos cafres que acercarán las manos para abrir una puerta.
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR