Mi amigo Georges, quien echaba sobre sus espaldas una interesante vida viajera, me preguntó una vez en su casa en los alrededores de París si sabía los días que pasaba fuera y, en su caso, si había contado el número de camas diferentes en que dormía. A bote pronto le contesté a lo primero que creía que se trataba de la mitad del año mientras que no tenía ni idea de lo segundo. Entonces le prometí que llevaría la cuenta. De hecho, añadí que me vendría bien saberlo porque no tenía claro donde vivía ni qué significaba cabalmente eso de "mi casa". Entonces mi existencia ambulante se nutría de invitaciones por doquier para seminarios, conferencias, cursos, reuniones y, eventualmente, congresos. Excusas que arropaban un gusto irreprimible por el cambio permanente, las visitas a gente cariñosa conocida; los encuentros con colegas a quienes admiro o con discípulos que estimo.
Así las cosas, anoté que en enero de 2020 dormí 16 días en Villagonzalo y el resto lo repartí entre Madrid, Lisboa, Hamburgo, Fráncfort y Santo Domingo. En febrero pasé 20 días en Medellín y los restantes en la Ciudad de México, Acapulco, Panamá y Bogotá. Para algunos una locura, un sinvivir; para mi un modo de vida, una dulce querencia excéntrica de permanente movimiento. Un año después, durante los mismos meses solamente he dejado de dormir en mi casa un día que pasé en Palencia. Doce camas diferentes me acogieron entonces mientras que, en el mismo lapso, ahora han sido dos. Mi inveterada vida zascandil, por consiguiente, ha sufrido una indudable conmoción de la que, no obstante, ni tengo queja, ni, lo que quizá pudiera ser más preocupante, añoranza aparente. ¿Se trata de una estrategia inconsciente de acomodación ante el descalabro imprevisto?, ¿es una pose galante del vanidoso que reniega a perder la razón no solo de su existencia sino de su supervivencia?
¿Qué significa un año? El tiempo siempre está en función de la experiencia acumulada y de las expectativas en cuanto a su prolongación. No importa que haya unidades que lo midan fijándolo con precisión; un año para alguien que tiene veinte de vida no es igual que para quien cuenta con ochenta. La proporción que supone en lo vivido y la proyección que representa lo que probabilísticamente resta por vivir tienen la culpa de esa tropelía. Además, en la confrontación con la abrupta interrupción de la cadencia de la vida de cada uno no hay responsables concretos. Hay víctimas y sería un dislate contarme entre ellas. Parece que ahora solo resta asumir lo acontecido como la fatalidad de la que siempre escuchamos, pero que nunca nos atrevimos a confrontar ni siquiera como hipótesis. Por ello, al otro lado del gran ventanal siento cómo pasan los días enredado en quehaceres nuevos, rutinas impensables, con un perro y una gata que quiebran la soledad, absorto en el movimiento impredecible de las nubes o de las aguas del río que, ahora sí, sé que son como la vida misma.