OPINIóN
Actualizado 12/02/2021
Álvaro Maguiño

Estos días el cielo ha jugado con la escala de grises. Algunas mañanas, la noche prolongaba su estancia y usurpaba la bóveda del sol. Otras tardes, el desorden de las nubes se asemejaba al resultado final de la paleta tosca de un artista tras pintar un lienzo tenebrista. Y, además de desordenadas, apiñadas sobre los edificios y sin respetar la distancia de seguridad. Ya cuando caía la noche, algún cúmulo despistado se manchaba de la medianoche y dejaba toda la capa de nubes emborronada e insalvable. Esa macha no saldría ni con el mejor de los detergentes y las lavanderías la darían por perdida definitivamente.

Qué decir del invierno y sus regalos temporales. Tan pronto despertábamos con la nieve abrigando a la piedra como vemos el cristal empapado. Tirando de recuerdos, estos días me acercan un poco a mis primeros años escolares. En infantil, cuando llovía, solíamos imitar su característico repique con los dedos y las palmas de las manos. Al chocar los meñiques lentamente con la mano creábamos una pequeña llovizna. Y seguíamos sumando dedos hasta concluir con un chaparrón de sobresaliente. Todo esto para que los días grises no lo fueran tanto. Algunos eran partidarios del diluvio universal y se regocijaban al alcanzar la tormenta, mezclando el estruendo pluvial con peticiones a la Virgen de la Cueva para que no parase de llover en toda la semana. A mí los días de lluvia no me terminaban de convencer. Siempre llegaba a casa calado y la gente estaba de peor humor. Ahora me es más fácil entender a estos cascarrabias borrascosos con una perspectiva alejada de la infancia. La aspereza de estos días contrasta con la delicada precipitación que inunda lentamente, pero con ahínco. Las diminutas, pero enésimas gotas hacen una horrible combinación con los cristales empañados de las gafas. Difícilmente se distingue el final de la calle con el comienzo del paso de cebra. Únicamente por esta sensación, entiendo por qué la gente está de tan mal humor cuando cae la más mínima gota. Un mal examen es menos malo si el día te recibe con sus mejores azules y verdes. Aunque voy a atreverme a extraer una conclusión de estos días carentes de saturación. Quizás y solo quizás, tuviésemos en cuenta lo bueno del chaparrón, nos daríamos cuenta del bien que puede hacer. La lluvia de ahora y el deshielo pueden evitar la sequía. Además, días terriblemente lluviosos invitan a quedarse en casa, cosa que puede reducir el ritmo de contagios (y evitan la tentación de salir por ahí para seguir estudiando). Y ya, para terminar, hará florecer más bellas a las flores. Teniendo todo esto en cuenta, los días grises ya no lo son tanto.

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