"Parece que fue ayer cuando empezó el año y ya hemos cambiado de calendario". Esta frase que todos repetimos año tras año si tenemos la buena suerte de que los meses se nos pasen volando en esta ocasión no hemos podido pronunciarla nadie. El 2020 nació con normalidad para la mayoría al menos, pero apenas dio los primeros pasos cuando el Coronavirus se le plantó delante y Sobre el negro fondo de la pandemia nos llegó la Navidad. El maldito virus nos ha castigado a todos en primera, en segunda o en tercera persona.
De una manera o de otra, todos hemos sido, y seguimos siendo, sus víctimas, todos nos hemos sentido amenazados por él, todos hemos corrido el riesgo de caer en sus redes. Por esta razón, más que repicar de alegría, las panderetas han llorado de soledad, de aislamiento, de tristeza; las estrellas, en los árboles navideños, se volvieron mascarillas, lazos negros, felicitaciones sin enviar; los villancicos, en lugar de invitarnos a brindar con familiares, compañeros y amigos, se han pasado las fiestas repitiéndonos entre zambombas y castañuelas que nos quedáramos solos en casa, que cerráramos la puerta a las visitas aunque vinieran a traernos el aguinaldo, que siguiéramos lejos unos de otros para esquivar sus maldades, y por si todo esto fuera poca desgracia, se marchó sin llevarse el virus y dejándonos en las alforjas de los Reyes Magos otro grave problema que nos dejarán en los zapatos: la ruina económica de no pocas familias, que de una manera o de otra es la ruina de todos.
Ante este oscuro horizonte hemos recibido al 2021 con los brazos cerrados. Nos hubiera gustado pedirle al ritmo de las doce uvas las dos armas imprescindibles para vencer esta tragedia: salud y dinero, salud porque sin ella se pierde el dinero, y dinero porque sin él se pierde la salud, y sin ambas cosas es difícil vivir. Pero somos conscientes de que tiene pocas posibilidades de poder devolvernos lo que su antecesor nos robó y muchas de enfrentarnos a doce meses de huelgas, de manifestaciones, de protestas callejeras, de conflictos sociales y de enfrentamientos entre políticos más interesados en conquistar parcelas de poder que en servir a los ciudadanos.
Puestas así las cosas y para no perder la esperanza que nos ayude a seguir adelante, solo nos queda una posibilidad: confiar en la buena suerte, que es en lo que se puede confiar cuando la inteligencia, los recursos y las buenas intenciones de los que pueden y deben ayudarnos nos han abandonado.