La helada, crujiente, melancólica, cubre la noche quieta sobre ese metal expuesto a todas las intemperies. Y si no fuera por los gatos callejeros y los hombres que se niegan a la cama del albergue y prefieren el cajero automático, me parece bella esta forma de cubrirse de frío, de abrigarse de escarcha porque estamos en el invierno que deja en suspenso a las plantas y en descanso a los insectos. Hielo geométrico y tan hermoso como el sol que ilumina los charcos cristalizados, la mesetaria cubierta de nuestros fríos atroces, nuestros barros de barrios aún inacabados. Tierra donde sentir la dureza del invierno y la gracia de un sol de invierno consolador y falso.
Ante el coro dominico de los estorninos, la compañía al aire libre tiene un aire travieso de juventud sin dinero y con toda la calle para disfrutar de la charla y el paseo. El encuentro estas navidades es así, telefónico, breve, a la intemperie en esa calle fría que caldeamos con el afecto y el gorro de lana con pompón que siempre adoro en mi amiga querida. Los guantes en el fondo del bolsillo roto del abrigo, el paso rápido hacia la casa calentita, la taza alentadora? el invierno es, para quien tenemos calor y techo, un tiempo de libros y recogimiento. Un tiempo de lana y de niños en pijama. Un tiempo de manta, ventana abierta al frío, los dedos congelados después de tender esa ropa que se quedaba, en mi infancia, tiesa de hielo. Chupiteles en los canalones cuando íbamos al pueblo a ver a los abuelos. Dedos doloridos después de jugar en el corral y nos metíamos en casa y los poníamos al calor de la lumbre. Un dolor consolador, que picaba como esos sabañones en las orejas de los que nadie se acuerda y que aparecían, rojos y feroces, con ese regusto feroz de tiempos pasados, de tiempos de lana que rasca y zapatos heredados.
-Hace un frío de fenecer.
El frío como una constante. Como el inevitable curso de las estaciones, los meses, las edades del hombre. El frío como un compañero inevitable camino de ese colegio donde el maestro cortaba los radiadores porque con calor no se podía pensar. Una máxima que deberíamos recordarle a estos hijos de la pandemia que lloriquean cuando abrimos para ventilar esas ventanas de la higiene. El frío como un peaje necesario que pagar en los días de navidad al abrigo de los muros apenas calentados con las calefacciones de carbón, sucias y sin embargo, de un calor duradero, extrañamente consolador.
-Ponte dos pares de calcetines.
Hiela menos y tiene el frío un aire menos feroz, una sonrisa blanca menos afilada. Los pájaros vienen al patio a buscar las migas de nuestra abundancia y los días se arrancan del calendario con ese crujir de tierra pisada, helada, cristalizada. En tiempos de incertidumbre, el solo paso de las estaciones es un consuelo constante. Y me dejo llevar por el frío con las mejillas de los niños rojas y felices. Frío y sol. Meseta helada. Ya vendrá el verano.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.