OPINIóN
Actualizado 21/12/2020
Francisco López Celador

Se acerca la Navidad y afloran una serie de sentimientos salpicados por la añoranza, la tradición, la alegría de otros años y el miedo a la situación actual. La aparición de esta pandemia ha venido a trastocar las distintas celebraciones, dentro y fuera de los hogares familiares. Las especiales características de este virus y su facilidad de contagio nos obligan a variar nuestras costumbres hasta dificultar la normal forma de vivir. Del mayor o menor grado de seguimiento de las indicaciones que marcan los encargados de marcar las pautas necesarias, depende la efectividad de las mismas. Como sucede en otros campos, cuando se ha querido mezclar la política con la ciencia, se ha dado lugar a situaciones que para nada ayudan a la solución de los problemas. Si a los errores de los políticos añadimos la falta de responsabilidad de los ciudadanos, llegamos al fracaso del sistema y a las tristes consecuencias que todos conocemos.

Después de los primeros pasos de los científicos, dados un poco a ciegas, se llegó al convencimiento de que la efectividad contra el covid-19 descansaba en tres pilares muy claros: el empleo de la mascarilla, guardar la llamada distancia social y extremar el lavado de manos. Paradójicamente, un sector nada despreciable de nuestra sociedad se ha mostrado reacio a cumplir estas medidas en aras, unas veces, al desconocimiento; otras, a la influencia de un absurdo movimiento negacionista y, por último, a la irresponsabilidad de algunas personas erróneamente convencidos de la escasa posibilidad de contagiarse. Por todo ello, después de cada período de recuperación, el levantamiento prematuro de las medidas de seguridad ha dado lugar a los sucesivos rebrotes que, no por esperados, han dejado de colapsar más de un centro sanitario.

Ante situación tan seria, no se puede tener a nuestras fuerzas del orden empeñadas en comprobar la responsabilidad de algunos ciudadanos frente a las obligaciones personales. Es triste que, a pesar de las sanciones económicas, las policías descubran a diario numerosas reuniones y fiestas donde no se respetan ninguna de las normas recomendadas, y de las que se derivan frecuentes focos de contagio que contribuyen al desborde hospitalario y, lo que es más grave, aumentan tristemente el número de fallecidos.

Si a todo lo anterior se suma la sicosis del gobierno para no cargar con la responsabilidad de tomar unas medidas restrictivas que puedan ocasionarle mayor quebranto en su ya castigada imagen, seguiremos encontrándonos con un país que nunca acaba de encontrar la tecla de las soluciones. Como todo el mundo repite hasta la saciedad, España tiene dos graves problemas encadenados: la pandemia y la grave crisis económica que ha ocasionado. Es cierto que todos los países han resultado afectados en mayor o menor grado, pero también lo es que sus gobiernos han asimilado la situación y han sabido establecer unas prioridades esenciales, Eso es lo que nos diferencia de ellos.

Aquí, comenzamos por tener un gobierno claramente dividido en dos facciones, con principios que no eran coincidentes en sus orígenes. La necesidad de contar con los escaños de Iglesias está dando lugar a que Sánchez adopte medidas difícilmente explicables en cualquier otra democracia. De entrada, se ha envuelto en un prolongado estado de alarma para poder legislar sin el control parlamentario. Los ministros de cada uno de los clanes intentan plasmar en leyes la filosofía de sus planes ?da la impresión de que lo hacen sin contar con los contrarios- y, cuando la discrepancia es tan palmaria, sale a la palestra el palmero de turno para desmentir tiranteces en el consejo de ministros, o para dar por sentado que Sánchez no ha tenido más remedio que pasar por el aro para seguir en la Moncloa. Todo ello muy bien adornado con medias verdades o con descaradas falsedades.

Cuando se trata de hacer pública la mejoría de algún indicador sanitario o económico ?de estos últimos ya no nos acordamos-, el gobierno se erige en responsable directo, pero. cuando pintan bastos, no tarda en sacudirse la responsabilidad en las espaldas de otros gobernantes ?a ser posible, de la oposición- y se fuma un puro. En cualquier caso, lo esencial, que es buscar soluciones a las dos grandes crisis que nos ahogan, eso se convierte en secundario. Desde que Sánchez llegó al poder, lo verdaderamente urgente ha sido todo un rosario de medidas como el futuro del Valle de los Caídos, la Ley de la Memoria Democrática, el acoso a la Monarquía, la LOMLOE de Celaá, el ataque a la lengua castellana, el amparo disimulado al movimiento okupa, el afán por hacerse con el control del poder judicial, y el remate a esta triste situación en la que están perdiendo la vida tantas personas mayores: aprobar la regulación de la eutanasia. Si no fuera por lo trágico de la realidad, habría que pensar que se pretende encontrar algo que contribuya a paliar la difícil solución al problema de las pensiones. Mientras tanto, siguen sin cobrar algunos acogidos a los ERTE, aumenta el número de parados, el de empresas que deben cerrar arruinadas y los hospitales siguen colapsándose. Eso sí, este gobierno habrá dejado su impronta de falso progresismo a base de unas leyes hechas a su medida y de unos Presupuestos cuyas cuentas siguen sin cuadrar porque se apoyan en unos ingresos y gastos totalmente irreales.

Lo que ya tenemos, y lo que está a la vuelta de la esquina, es la Navidad. Todo el mundo supone que será una Navidad distinta, pero, en el fondo, más de uno pretende que no sea demasiado triste, que no deje mal sabor de boca. Tan pronto parecía que habíamos vencido la segunda oleada de contagios, ya había quien esperaba volver a otra "nueva normalidad". Es decir, acabar con los sacrificios y prepararse para unas fiestas navideñas sin cortapisas. Han bastado los primeros amagos para que el número de contagios y de fallecidos vuelva a rebotar.

Hay algo que ha dejado claro muy claro el coronavirus. El 95 % de los fallecidos tiene 60 años o más. Ese colectivo se reparte entre los que residen en su propio hogar y los que se encuentran en residencias de ancianos, y la razón de su muerte parece responder a la escasez de defensas ocasionada por la vejez. Si se trata de evitar su contagio, parece lógico establecer barreras entre ellos y el resto de la población. Sí, es muy triste la soledad cuando se llega a ciertas edades, pero también lo es que los jóvenes tienen por delante una larga vida y los ancianos, por naturaleza, la tienen muy corta. Unos y otros lo saben, con la diferencia de que los primeros parecen olvidarlo y los segundos prefieren no tener que recordárselo.

Es preciso que toda la sociedad haga un último esfuerzo para que esos ancianos no resulten contagiados, aún a costa de no poder verlos durante unos días más, porque ellos, aunque no lo digan, sabrán agradecerlo. FELIZ NAVIADAD para todos y, para que nuestra irresponsabilidad no haga que nuestros mayores no puedan celebrar la Navidad 2021 con los suyos, tengamos la fiesta en paz.

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