OPINIóN
Actualizado 19/12/2020
Ángel González Quesada

"Así que me di muerte / sin que me lastimaras. Y elegí no matarte / para no morir mucho. Y poder otro día / pedirte que me mueras, pero aún más despacito." ÁNGEL GARCÍA LÓPEZ en Territorios del puma.

La lectura de los argumentos contrarios a la Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, aprobada el pasado jueves en el Congreso, informa, como pocas otras cosas, de la profundidad del inmovilismo y la colonización religiosa arcaica en que se mueve cierta política española, y del enorme muro reaccionario que desde hace demasiado tiempo obstaculiza, frena, retrasa y pretende manipular en clave de ignorancia, oscurantismo y temor el desarrollo social de este país. La lectura, sin embargo, del texto de la citada proposición de Ley Orgánica, viene a reconciliarnos con aquella lejana aspiración de justicia, moralidad, igualdad y universalización de derechos, por la que tantos gritaron hasta perder la voz, la libertad y la vida cuando en España, prohibiendo hasta el pensamiento, reinaba bajo palio y por la gracia de su dios, el mayor asesino de nuestra historia.

El artificial debate provocado más por interés partidista y mediático entre partidarios y detractores de la regulación legal de la eutanasia, corre el riesgo de caer de nuevo en la falsa atribución de los principios morales a las creencias religiosas. Los principios religiosos, que nunca deberían tenerse en cuenta en ninguna articulación legal de la convivencia, sobre todo en un país constitucionalmente laico son de tipo metafísico, no susceptibles de prueba, dogmáticos y autoritarios. Por el contrario, es posible argumentar moralmente la pertinencia de la Ley de eutanasia, así como es racional que las leyes sean capaces de soportar el escrutinio de la moral, pero no es necesario que sean capaces de soportar el escrutinio de la religión.

Los aspectos morales de la eutanasia en sus distintas formas de voluntaria, activa o pasiva, así como la distinción entre eutanasia y ayuda al suicidio, deben ser regulados (así lo pretende la propuesta de Ley Orgánica aprobada por el Parlamento), y ello también eliminará la interesada confusión que el reaccionarismo introduce entre el derecho a la vida y la condena del derecho a la muerte digna, dos categorías que perfectamente pueden convivir. Ignorar en base a una religiosidad particular la atención a conceptos como la razón compasiva, la evitación del sufrimiento insoportable o la atención a las condiciones incompatibles con la dignidad personal, es tomar a las personas como sumisos miembros de un rebaño cuya voluntad depende de fuerzas extraterrenales de demostrado alineamiento con ciertas posturas políticas. No caerán estas líneas en una polémica artificial que parte de dos puntos de vista distintos, ni dará alas al grupo de intolerantes que han pretendido siempre que sus pecados particulares se conviertan legislativamente en delitos generales.

Repetir, y aconsejar, la atenta lectura de la Ley Orgánica es el mejor argumento de información (y la mejor herramienta de rechazo a sus detractores) sobre el reconocimiento de un derecho fundamental, además de reafirmar la necesidad de que el derecho a la eutanasia, a la muerte digna, debe ser protegido con la obligación social correlativa de la facilitación de los medios materiales y personales (respetando objeciones particulares) para que pueda ser practicada en las mejores condiciones. Las objeciones a la eutanasia no son morales sino religiosas. Las convicciones religiosas son dignas de respeto pero no hasta el extremo de impedir toda reforma legislativa que las contraríe e impida el ejercicio de la autonomía por parte de las personas que no las comparten. La preocupación social, que a todos compete, de mejorar la calidad de la vida, incluye aliviar la agonía de aquellos que no desean ser, en modo alguno y desde ningún punto de vista, mártires.
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