OPINIóN
Actualizado 11/12/2020
Mercedes Sánchez

Cabría pensar que la inspiración, ese impulso creativo que enciende nuestra mente y hace que una idea se enganche a otra, es algo automático, y que sólo es cuestión de apretar un interruptor, un día determinado, a una hora previamente estipulada, para que todo se conecte y, de pronto, todo comience a fluir.

El proceso de creación es mucho más complejo, y tiene mucho que ver con nuestro estado interior, en una parte, y en otra, con todo aquello que nos rodea.

Una noticia, un hecho, una molestia, un enfado, un dolor, pueden impulsar una gran ocurrencia, ser fuente de estímulo y conexión y, a la vez, convertir nuestro espacio interno en un páramo, en pura inhibición, en sequía.

En ocasiones necesitamos procesar nuestras vivencias, lamer nuestras heridas, colocar nuestros desvelos, y cuando cada cosa está en su lugar, se nos permite, la escritura es así, sacar todo eso de forma ordenada, emotiva, emocional, intensa, y desparramarnos hechos palabras, volcarnos convertidos en papel, en saeta o desgarro, en poema o insomnio, en sinsabor o cicatriz.

Del mismo modo, una amplia vivencia, un vasto sentimiento, la dimensión del amor o la alegría, nos convierten en un inmenso paisaje lleno de colorido que corre como manantiales a comunicarse a otros, con cumplido afán, siendo cada palabra insuficiente, necesitando más adjetivos y mucho más precisos para definir, para contagiar, para transmitir? Nada es suficiente cuando el alma está plena y deseosa de fundir su alegría con los demás.

La inspiración es muy caprichosa, pues brota, nace de manera imprevisible, natural, sin premeditación, sin esquema ni hoja de ruta. Es un proceso totalmente espontáneo, casual, incluso diría ocasional, que permite salir de sí cuando se ha buceado dentro de uno mismo o en las grandes o pequeñas situaciones que existen alrededor, a veces para ser captadas y compartidas, en ocasiones para ser denunciadas, reflexionadas, o simplemente procesadas.

En este mundo en el que diariamente estamos tan sometidos a gran cantidad de estímulos de todo tipo, todo lo que nos rodea nos produce vivencias momentáneas que suelen pasan desapercibidas en unos días, incluso en unas horas. No obstante, con frecuencia, sean positivas o negativas, se recogen en algún lugar de nosotros mismos, ocasionando una desazón interna que lucha por salir. A veces, escribimos textos fluidos y perfectos en el aire durante un simple paseo, agolpándose las ideas en lo que se espera el verde de un semáforo, pero al llegar a casa e intentar reproducirlos las teclas huyen de nuestros dedos y las palabras se entierran en lugares ignotos, para siempre, con su título, sus conceptos encadenados, en una mazmorra de luto prisioneros de no se sabe qué.

La inspiración es quebradiza, ala de libélula, frágil y delicada, y se dispersa en un segundo, incluso a mitad de un escrito nacido como surtidor: una gota de sudor, un escalofrío, un suspiro, un sonido lejano, apenas perceptible, hacen que todo se deshaga, se pare, se detenga, se aborte, y desparezca el arrebato, el impulso, la iluminación, el soplo, el entusiasmo, la lucidez, el halo invisible que nos une al cosmos.

En otras etapas, es todo lo contrario. Una imagen lleva a otra, una letra hace florecer decenas, se unen formando ramilletes, parece que un ser dentro de nosotros, una voz interior, un hechizo, nos dicta cada cosa que vamos escribiendo sin parar, sin corregir, sin pausa, sin descanso, sin aliento.

Y al releer, cada letra está en su sitio, cada sentimiento expresado, cada afán recogido. Entonces, tras ese hálito de agotamiento, ejercicio intenso, queda ese buen sabor, ese descanso, remanso de paz, de habernos sentido abrazados, de nuevo, por la magia de la inspiración.

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