Como es bien sabido por todos, las ventanas y las puertas de las aulas están abiertas de par para favorecer la ventilación cruzada y reducir en lo máximo posible la probabilidad de que alumnos y profesores se contagien. Evidentemente, el instituto donde estudio no iba a ser la excepción. De forma rutinaria, madrugo para el particular análisis de temperatura que se hace en la puerta, con curiosidad de saber qué temperatura tengo tras un arduo camino esquivando el frío matinal. A veces se escucha un desagradable pitido procedente del termómetro de pistola, pero no es más que una ilusión invernal que escarcha las frentes y empapa la tela de las mascarillas. Tras subir las escaleras sintiéndome como el pobre Sísifo, me topo con las puertas carcelarias dándome la bienvenida con los brazos metálicos de par en par. Este curso, las aulas son como un libro abierto. Y el conocimiento se escapa por las ventanas.
Tenerlo todo abierto está dejando una gran cantidad de chascarrillos grabados en la historia inmaterial del centro. A mí me da igual el frío que entre por la ventana o el ruido que se combine con la voz de las profesoras. A mis compañeros que se sientan próximos a la ventana ya no les da tanto igual. Pobres almas en desgracia, congeladas y con la cabeza saturada de cosas. Sin embargo, han sabido adaptarse heroicamente a sus condiciones inhóspitas. Un día, me di cuenta de que al principio de la clase la ventana estaba abierta y, tras cincuenta minutos de explicaciones enrevesadas, estaba cerrada a cal y canto, sin que nadie se hubiese dado cuenta. ¿La habría cerrado un fantasma o un duende? Al día siguiente puse más atención a los movimientos de mis compañeros y los descubrí cerrando lentamente la ventana hasta que ya no pudiera colarse ni un ápice del gélido exterior. Picardía estudiantil. Ya van varias veces que también recibimos como invitados indeseados a moscas, avispas y demás artrópodos voladores. Su llegada siempre va acompañada de alumnos que se levantan despavoridos del pupitre. ¿Qué hacemos con ellos? Pues hay varios alumnos que son más radicales y otros que anteponen la astucia a la violencia. Los primeros optan por deshacerse de las avispas a base de librazos, uno pone la espalda de señuelo para el insecto y otro el pesado libro de filosofía que acaba con su vida. Los segundos apagan las luces para que las avispas reconduzcan su camino. Por las ventanas también entra música. En ocasiones, es reguetón que latiniza los ajustes de las reacciones químicas. Otros días es Somewhere over the rainbow trayendo consigo una falsa nostalgia y evocando el camino de baldosas amarillas. Recuerdo estar escribiendo sobre los triglicéridos en un examen y que mis pensamientos se vieran interrumpidos por la sintonía de David el Gnomo. Es bastante más divertido de lo que parece, eso sí. Tener las puertas abiertas también tiene sus ventajas. Si te aburres en una clase, puedes prestarle atención a la que está contigua y adivinar quién es el misterioso profesor que está enseñando. Podrían hacerse miles de antologías recopilando estas vivencias y nunca se contarían todas. Así que toca seguir al pie del cañón.