OPINIóN
Actualizado 28/11/2020
Ángel González Quesada

"El gusto inmoderado de la forma empuja a desórdenes monstruosos y desconocidos. Absorbidos por la pasión feroz de lo bello, de lo extraño, de lo bonito, de lo pintoresco (porque hay grados), las ideas de lo justo y de lo verdadero desaparecen". CH. BAUDELAIRE, El arte romántico.

Una reconocida y multipremiada fotógrafa viaja a uno de los países más pobres del mundo y, en una de sus paupérrimas aldeas, donde existe un centro caritativo de atención, para poder captar imágenes con sus cámaras de última generación, hace posar a los más menesterosos, enfermos y desgraciados, colocando escénicamente sus harapos, procurando que se vean nítidamente sus cicatrices, sus arrugas y sus gestos de estupor, los ojos blancos de los niños ciegos, la mueca triste del viejo enfermo o el penúltimo estertor de la anciana moribunda, además del aura de inocencia de niñas y niños discapacitados. Compone los encuadres, matiza las posturas, prueba la colocación de los objetos y las personas, ilumina la escena, prueba la sensibilidad de los aparatos fotográficos... Dispara. Trabaja cada una de las escenas cuidadosamente: aquí un solo personaje en medio de la foto, aquí madre e hijo, allá abuela y nieta, en otra la familia junto al ventanuco..., midiendo con sus sofisticados y carísimos aparatos el contraste del blanco, del negro, la luz, el peso de los colores, la perspectiva, el encuadre, la altura, la composición exacta... Realiza en cada fotografía, sin duda, obras de arte únicas. Toma decenas de imágenes de cada escena cuidadosamente preparada y, es de suponer que tras un puntilloso trabajo de selección, descarte, repetición, desacuerdo y duda, agrupa las mejores fotografías de ese detallado proyecto. No son fotografías casuales ni repentinas, ni mucho menos. Están pensadas, diseñadas, colocadas y escenografiadas hasta en sus mínimos detalles. En laboratorios ya lejos de la mugre del lugar y de la fetidez de la enfermedad y la miseria, ya pura técnica en laboratorios fotográficos con sofisticados equipos electrónicos, a modo del antiguo cuentahilos, la artista analiza cada milímetro de las imágenes digitales y las copias a todo color. Reencuadra, trata, potencia, enmarca, crea... Mediante el patrocinio del programa propagandístico y publicitario de una entidad bancaria, que asegura querer "mostrar la influencia de las imágenes en la sensibilidad contemporánea", las magníficas fotografías son ampliadas casi a tamaño natural y montadas sobre marcos metálicos con acristalamiento de intemperie e imbricadas en una estructura metálica creada expresamente, para conformar una exposición que, con el apoyo de instituciones oficiales, se monta itinerante en plazas y calles de ciudades occidentales (Salamanca, ahora), mostrando textos que informan del glaucoma que causa ceguera irreversible al niño de seis años de la segunda fotografía, del analfabetismo y la imposibilidad de acceder a ningún sistema educativo de las niñas de otra, que en gran porcentaje morirán de enfermedades prevenibles, y que miran el objetivo como intentando escapar por él, del gesto de la niña en la foto del extremo, ingresada en la unidad de pediatría de un mísero hospital apenas en pie, pero que luce sus jergones perfectamente iluminados en su suelo desconchado al que la luz da una pátina de lienzo, de la situación de esa mujer, en la fotografía de la derecha, de coloridos harapos, enferma de sida y víctima de una brutal depresión, que posa junto a su hija de cinco años, también portadora de VIH, y cuyas miradas parecen lagrimear con las gotas de lluvia sobre el cristal que protege la imagen. El espectador de la exposición callejera, vigilada por guardias de seguridad las veinticuatro horas del día, puede ver a cada paso de este pequeño ámbito artístico (sin duda artístico), una tras otra, impresionantes fotografías de esas personas, niños y niñas enfermos principalmente, con los colores artificialmente potenciados y de composición cuasi pictórica, obras técnicamente impecables cuya luminosidad llama la atención del viandante, brillante su presencia, inesquivable su espacio, y puede seguir leyendo junto a cada imagen la explicación que contextualiza sus tragedias y la labor de la institución caritativa que los acoge, el extraño gesto de esa niña de seis años, harapienta y posiblemente hambrienta, que trata de reconocer a otra niña con, como ella, incapacidad visual severa y, dos pasos más allá, la imagen lacerante de una pequeña con parálisis cerebral que pasea, junto a otra enorme fotografía que parece salirse del marco a fuerza de color y textura, donde otros dos niños paralíticos cerebrales, rechazados por sus familias según se explica, miran atónitos al objetivo de la cámara. El paseante sale del ámbito de la exposición callejera habiendo visto, a todo color, toda textura, todo tamaño y toda explicación, irreprochable técnicamente, espectacular, atractiva visualmente y deslumbradora emocionalmente, la plasmación artística de la desgracia ajena en un lugar del mundo que sigue existiendo. Un pasquín explicativo a la entrada informa de la ya citada intención estética del patrocinador y también de que la autora de las fotografías sabe que "el problema metafísico central del ser humano es su condición efímera y mortal, su esencial transitoriedad". El espectador deja atrás la exposición y se interroga por la influencia que en su propia sensibilidad (contemporánea, por supuesto) hayan dejado las fotografías y, sobre todo con qué objeto la condición" efímera y mortal" de los seres humanos fotografiados ha interrumpido su "esencial transitoriedad". La de los modelos. La del espectador. Y reconociendo el mérito técnico, la altura estética y la sensibilidad artística de lo contemplado, sigue buscando, sin embargo, su sentido.

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