No es fácil determinar la relación causal entre los establecimientos de comidas y bebidas y el contagio del malvado y desconocido virus
En la primera etapa de la pandemia del coronavirus, a mediados del mes de marzo pasado, se nos confinaba a todos los españoles, obligándonos a permanecer en nuestros domicilios para evitar el contagio y la expansión del virus mortal, que se llevó por delante en muy pocos días a gran número de personas, sobre todo personas mayores, muchas de ellas encomendadas generalmente a las propias residencias.
Llegado el mes de junio, comenzó la desescalada, se pensó que la epidemia había disminuido y que se podía viajar ya por toda España y se podían tomar libremente las tan deseadas vacaciones de verano después del largo encierro sufrido. Nos equivocamos. La segunda ola de contagios, que se esperaba llegara en el mes de octubre, estaba ya haciendo acto de presencia en el mes de julio, con incidencias diferentes según las diversas autonomías, que eran ahora las responsables del tratamiento y de la contención de la expansión o contención de los contagios.
Cada comunidad autónoma fue tomando diversas providencias para contener la epidemia: confinando poblaciones o ciudades, o la comunidad entera, con la decisión en contra algunas veces de los tribunales superiores de justicia. Hasta que, al fin, el gobierno decretó el estado de excepción, permitiendo a las comunidades autónomas tomar provisiones diferentes, prohibiendo todo tipo de actividad no esencial entre determinadas horas de la noche y de la mañana, generalmente entre las diez de la noche y las seis de la mañana.
Finalmente se terminó en buena parte de las comunidades cerrando por largo tiempo los bares, los restaurantes y los clubs nocturnos, en principio por término de quince días, al menos, con posibilidad de ampliar el tiempo de confinamiento.
Pero llueve sobre mojado, porque la nueva limitación, que primero abarcaba solamente algunas horas de la noche y había permitido mantener el servicio en las terrazas exteriores, terminó en el cierre total, salvo para distribuir comidas para llevar.
Esto va a llevar a muchos de estos establecimientos a un cierre definitivo y a algunos de ellos hasta a la ruina. Con la consecuencia de afectar no sólo a los dueños de los bares, restaurantes y locales de ocio nocturno, sino también a los empleados de los mismos que, en gran número van a quedarse en el paro, o al menos en situación de pertenencia a los ertes que pueden permitir a algunos de ellos volver de nuevo a su actividad.
Esto ha llevado a los hosteleros a convocar diversas manifestaciones y protestas. Protestan porque les da la impresión de que es una especie de castigo que afecta a este sector únicamente, como si fueran los únicos culpables de la difusión de la pandemia.
No es fácil determinar la relación causal entre los establecimientos de comidas y bebidas y el contagio del malvado y desconocido virus. Pero sí parece más que probable esa relación en un país como el nuestro, donde tan aficionados somos a la vida convivencial, con el vino o la cerveza por delante y, por supuesto, con las tan famosas tapas tan propias de Salamanca, al menos.
Las tentaciones y los riesgos de contagio están presentes en los besos, los abrazos, las bebidas por un mismo elemento de servicio, etc. Y generalmente sin mascarillas o con las mascarillas mal puestas, sin las distancias necesarias y sin los cuidados del lavado de manos con gel hidroalcohólico. Es difícil mantener la mascarilla puesta mientras se come o se bebe, o mientras se fuma, que es una grave tentación cuando nos sentamos a una mesa en las terrazas callejeras.
El cierre de los establecimientos de comidas y bebidas va a afectar gravemente a nuestra economía en general y no sólo a la hostelería, que se calcula que constituye el 12% del producto interior bruto de nuestro país. Y veremos si de verdad va a servir a la contención de la epidemia viral. El tiempo lo dirá.