OPINIóN
Actualizado 11/11/2020
Manuel Alcántara

De pronto un sentimiento que parecía relegado a la sinrazón, que se concedía como patrimonio de la niñez o de alguna situación de minusvalía se adueña del espacio. En torno a las pasadas elecciones norteamericanas los sondeos de opinión han señalado que el 96% de los votantes demócratas y el 89% de los republicanos decía que si ganara su rival "sentirían miedo". La polarización afectiva es un escenario habitual en la política donde la lógica amigo-enemigo desempeña un papel relevante, pero otra cosa es la parálisis que provoca el temor profundo del desasosiego que genera el otro.

Asimismo, quienes han vivido bajo una dictadura lo saben bien asumiendo el dicho de que en una democracia solo el lechero llama al timbre de casa a una hora temprana pues bajo un régimen autoritario la patada en la puerta podía acontecer a cualquier hora de la noche. Tomás Hobbes sabía mucho de ello y construyó su pensamiento en torno al miedo a través de una implicación doble en la que el temor se asfixia y da forma a la vida humana: el miedo entre las personas está en el origen del bien común a la vez que el poder soberano es la fuente del miedo que siente la gente.

En Santa María Cahabón (Guatemala) hay 190 poblados, de los cuales 130 están en la categoría de caserío y 12 aldeas. Las proyecciones demográficas dan cuenta que el municipio cuenta con 69.107 habitantes. Tras el paso del huracán Eta se estima que más de la mitad se encuentran incomunicadas en los poblados más alejados de la zona urbana del municipio. Durante días ha resultado imposible llegar hasta las comunidades afectadas por derrumbes porque el caudal del río Cahabón lo impide. Sus habitantes tienen miedo.

En Arguineguín, municipio de Mogán (Gran Canaria), se hacinan centenares de personas que llegan en pateras y cayucos. Desde la perspectiva europea es un botón de muestra más de la llamada "crisis migratoria" que requiere, dicen las autoridades, "de implicación y de solidaridad". Las condiciones de vida del campamento erigido improvisadamente son lamentables y atentan contra la dignidad de los allí alojados. La cuestión se plantea desde la perspectiva de la inmigración ilegal y de la necesaria lucha contra las mafias que la manejan. Sin embargo, el miedo es el protagonista oculto que se ceba en quienes navegan al socaire de embarcaciones precarias y se prolonga hasta donde son confinados.

Las cifras se enredan. Dos terceras partes de los fallecidos por la COVID-19 tienen más de ochenta años, pero la tasa de letalidad de ese grupo etario es de uno de cada diez entre los infectados. Las decenas de miles de muertos en las residencias de mayores han desplegado un manto de ansiedad que ha cubierto a sus moradores hasta llegar a una situación particularmente depresiva. Si la vejez, como agotamiento de las expectativas y disminución de la energía vital, supone la entrada en una etapa de turbación la pandemia provoca una solitaria agitación pavorosa.

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