OPINIóN
Actualizado 04/11/2020
Sagrario Rollán

Eran lentas aquellas horas de la misión en Pangoa. Un año después vuelvo sobre los diarios tratando de resituar lo vivido. Cada día era un comienzo sin planificación, sin agarrraderos, me había desinstalado voluntariamente, y después de más de 30 años enseñando, heme aquí, en medio de la selva, tratando de aprender y comprender.

Un domingo, por ejemplo, no era muy diferente de otros días, sobre todo no era un domingo, no había ritos religiosos ni paganos: ni misa, ni centro comercial, ni vermú, ni fútbol... Aunque para mí podía ser insospechado como aquel en que la profesora había convocado a los padres, asamblea para algunas comunicaciones, trabajos y limpieza, aquello que los mismos chicos no alcanzaban a hacer, tapar huecos, para que los murciélagos no invadieran los aleros, allanar veredas y raspaduras de paredes, etc. La gente iba llegando al internado ya a las 7 de la mañana desde lejos, en moto o a pie, atravesando la noche y la selva. Mascando coca y cargando con sus machetes y otras herramientas. Una madre para esta jornada de domingo había viajado durante más de tres horas en lancha sobre El Pongo, porque desde Pangoa hasta más adentro ya no hay propiamente carreteras, y apenas caminos.

O el que anoté como la fiesta de los cocos. Una tarde limpia y luminosa, tiempo libre, los muchachos decidieron subir a los cocoteros, impresionante verlos trepar, bajar los pesados racimos, tirar, romper, bromear... Hasta que hubo un coco para cada uno de los presentes, bebimos el jugo directamente, sin verter en vasos. Rieron y jugaron, liberados del uniforme escolar, los hijos de la selva estaban en su ambiente. Siempre bien dispuestos para el trabajo físico duro, como cortar leña, subir a los tejados en busca de la señal de la antena de tv cuando la había, o bajar a la quebrada a fregar y raspar las cacerolas de 50 litros. A veces, mientras se recogían y la tarde iba cayendo yo aprovechaba para dar un pequeño paseo, tratar de recentrar, acomodar impresiones, entender, hilar esos días y esos tiempos de insólitas experiencias al ritmo de algunas lecturas. Aquellos días de primeros de noviembre me venían a la mente una y otra vez los versos de César Vallejo:

Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: ¡qué poco he muerto!

Pensaba en los santos, en los difuntos, en los cementerios y en las castañeras, andaba en un caminar un tanto alucinado, en todo caso desposeído y ajeno, donde por momentos ya no sabía si era otoño o primavera, si subía o bajaba por los senderos de tierra roja, roturados de hormigas enormes, por las cunetas plagadas de mariposas, escuchando la estridencia de pájaros e insectos. Entonces comprendía qué poco podemos dar o enseñar, cuánto necesitamos de unos y otros, lo inservible de muchos de nuestros conocimientos cuando nos sacan de las rutinas que los acomodaron. Me sentía perfectamente inútil y prescindible, no tenía asignada una tarea en particular o un proyecto con objetivos evaluables, al modo que solemos hacer aquí. Mi simple estar leve y anónimo, que podía pasar inadvertido, me reenviaba una y otra vez a los mismos versos:
En esta tarde todos, todos pasan
sin preguntarme ni pedirme nada.
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se torna el alma mía.

Ahora, recordando estas vivencias, pienso que la selva me enseñó lecciones de carencia, de desapropiación e incertidumbre, que me dispusieron para confinamientos, silencios, toques de queda y otras restricciones; hasta el temor y la inseguridad de algo que pulula en el aire alrededor nuestro me resultan familiares, así como las soledades, la distancia de abrazos y de seres queridos... y vuelve, como entonces, la letanía de Vallejo:

Hoy no ha venido nadie;
y hoy he muerto ¡qué poco en esta tarde!

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