OPINIóN
Actualizado 02/11/2020
María Jesús Sánchez Oliva

Este año, la maldita pandemia, ha transformado el Día de Todos los Santos en el día de los camposantos más vacíos que llenos, de los accesos vigilados para que el número de visitantes no se dispare, de la ausencia de flores, de las tumbas solitarias y de las velas apagadas. ¡Cuánta soledad, cuánto silencio, cuánta tristeza!

Este año, la maldita pandemia, ha conseguido que el Día de los Difuntos los miles y miles de personas que el virus se ha llevado por delante estén en su última morada tan solas como murieron, sin sentir sobre la losa de mármol el cariño de los suyos en forma de lágrimas, de recuerdos y de oraciones. ¡Cuánto dolor para ellas, cuánto dolor para los suyos, cuánto dolor para todos!

Este 1 de noviembre, la maldita pandemia, ha logrado que no sea un 1 de noviembre como los demás: el virus que la alimenta sigue llenando hospitales, segando vidas, abandonando pacientes con otras enfermedades y desencadenando otras tragedias, sin que a nuestras autoridades, para pararle los pies lo antes posible, se les ocurra otra cosa que no sea meternos en casa a las 10 de la noche y no dejarnos salir de la comunidad desde el viernes hasta el martes, como si al virus de nuestras desgracias les importaran los relojes y los calendarios que tanto les interesa a ellas. ¿Qué habremos hecho para merecer esto?

Este año, la maldita pandemia, ha logrado que ni el 1 de noviembre sea el Día de Todos los Santos, ni el 2 el Día de los difuntos, quedarán en el recuerdo de los que podamos contarlo como el Puente de la Pandemia. Y, o se deciden pronto a buscar soluciones que no sean prohibir, vigilar y amenazar, o no será el único.

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