"Los grandes santos han sido hombres y mujeres de grandes pasiones" ALEXIS CARREL "La llamada a la santidad nos sigue llegando a los cristianos en este mundo de hoy, agobiado por la crisis, el paro, el recorte de los derechos sociales y de las c
Este fin de semana celebramos la conmemoración de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, dos fiestas seguidas, diferentes y estrechamente relacionadas. Son dos Solemnidades para pasar de la tristeza a la esperanza, más este año horrible donde hemos tenido que despedir a familiares y a tantos amigos por este virus exterminador. Son dos fechas que nos invitan no solo a visitar a nuestros difuntos, sino a una mirada al más allá, a lo último, a lo penúltimo como gustaba Karl Rahner. No se puede vivir de espaldas a la muerte. La sabiduría del vivir estriba en vivir hasta morir, entregando la vida, pero sabiendo que la muerte es un final ya vencido. No dejamos de sufrir por nuestros seres que han fallecido, pero el creyente vive el duelo situando al ser querido en el horizonte de la esperanza.
La solemnidad de todos los santos probablemente es de origen celta, cristianizada en época de Carlomagno. En Oriente, está relacionada con la celebración de los mártires, influyendo en la Iglesia romana. En los primeros años del siglo VII, el Papa Bonifacio IV convierte el Panteón de Agripa en Iglesia, consagrando el edificio en el año 610, en honor de la Madre de Dios y de todos los Santos Mártires. Un siglo después, el Papa Gregorio IV, traslada la fiesta al 1 de noviembre para toda la Iglesia universal, que unos años más tarde se convierte en el aniversario de todos los santos (natale omnium sanctorum). En el siglo X, era celebrada en Roma con ayuna y vigilia, a la que se añadió posteriormente la octava.
Todos esos santos caminaron por el mundo con el corazón dirigido a Dios y al prójimo, irradiando paz, bondad y misericordia por todos los poros de su existencia. Todos ellos, conocidos y desconocidos han sido y son una gracia para la Iglesia. Pero, no nos debemos conformar con su recuerdo, su santidad nos pertenece, todos podemos ser transformados por el Espíritu y desplegar el reino de Dios en nuestra realidad, un reino de paz, justicia, libertad y amor. Somos un pueblo de santos, a la santidad estamos llamados por diferentes caminos, para formar el más bello rostro de la Iglesia. Cada persona puede ser santo, viviendo el amor y danto testimonio con humildad en la cotidianidad de su existencia.
No solo rezamos a los santos, también a nuestros difuntos. La fiesta viene de lejos, ya lo hacían los judíos en el Antiguo Testamento y será continuada por los cristianos de las sinagogas. La conmemoración aparece en el siglo IX, en continuidad con el uso monástico que desde el siglo VII consagraban un día a la oración por los difuntos. Aunque dedicarles este día, después de la fiesta de los Santos, es relativamente reciente. Fue san Odilón, abad de Cluny, en Francia, quien lo determinó por primera vez, hace ahora mil años, en 998.
Los primeros cristianos veneraban a sus difuntos, posiblemente no de forma muy diferente a los judíos, de forma piadosa, ya que los cuerpos pertenecen a Dios y un día han de resucitar. Tan pronto como un cristiano había exhalado el último aliento, sus parientes más cercanos, le cerraban los ojos y la boca con sus propias manos y después se lavaba el cuerpo. Así consta en los sacramentarios hasta el siglo X. Posteriormente se embalsamaba el cuerpo y se cubría con aromas y perfumes.
Orar y vivir la muerte, no es una novedad, se ha integrado desde siempre en la cotidianidad de la vida, era la culminación de la existencia. Es muy importante recordar la muerte, no para abatirnos sino para embellecer la vida y vivir cada momento con mayor conciencia y lucidez. Orar y pensar la muerte nos abre al sentido de la existencia y así, compartir la alegría con los que no están, ya que nuestro anhelo va más allá, transciende el mundo. Nuestros difuntos no están muertos, ellos viven en la plenitud de Dios, que lo llena todo. La muerte desde la hondura de la fe, la miramos desde la esperanza
Somos más humanos cuando somos capaces de dar vida, cuando tomamos la distancia suficiente para poder valorarla y desbrozar aquello que es más superficial y, así podemos vivir en comunión con lo esencial. Solo podemos unirnos a nuestros difuntos cuando hemos recorrido el mismo camino y hemos realizado la misma elección que ellos, morir allí donde estábamos excesivamente vivos, y nacer allí donde aún estamos muertos.
Morir para un creyente, no es una separación del cuerpo y el alma, sino una transformación del ser humano en su totalidad. Es entrar en una nueva existencia, es la realización absoluta de la vida, la plenitud definitiva de la realidad humana, la felicidad completa que conlleva el estar junto a Dios y la consumación definitiva de la creación. Es esa realidad que los amigos de Jesús llamaron resurrección. No sabemos cómo, pero la última palabra no la tiene la muerte, lo mismo que la cruz de Jesús no fue el final, sino el paso a la nueva existencia gloriosa. Dios nos ha creado para la vida. Si nuestros difuntos están unidos a Dios, que es amor, orar por ellos no es intentar que el Padre sea más benévolo, sino pensar en ellos con alegría y con amor.