OPINIóN
Actualizado 15/10/2020
Antonio Costa Gómez

A menudo en el confinamiento ponía música de Clannad y escuchaba la voz onírica de Enya. Me imaginaba que estaba en la taberna Leo en un lugar apartado de Donegal, en lo más alejado de Irlanda entre acantilados e islas solitarias. Soñaba con que iría allí, tal vez seguiría vivo el viejo Leo, el padre de los hermanos que forman Clannad, y escucharíamos sin fin hasta el amanecer tomando cervezas y vibrando con todos los presentes.

Y esa música me hacía salir del confinamiento y de todos los confinamientos de la razón, de la lógica, del prosaísmo contemporáneo, de las miserias de la técnica, del explicarlo y controlarlo todo. Con esas canciones yo me descontrolaba sin fin, vivía los infinitos, palpitaba como las hadas celtas, soñaba con la tierra del deseo del corazón de que hablaba Yeats, me iba lejos muy lejos y vivía todas las aventuras secretas e íntimas. Y la voz de Enya tan íntima, tan penetrante, tan capaz de entrar por todos los recovecos del presentimiento me llevaba de la mano tan lejos, me transformaba, me liberaba en ese mundo de nieblas y de mares.

Y escuchaba en el colmo esa canción Salas de mármol, cuando Enya se vuelve tan íntima y tan obsesiva, cuando me entra hasta lo más secreto y liberado y denso, y me provoca una locura en lo más interno, mientras canta esos sueños, mientras habla de esos caballeros que le ofrecían de todo en los salones más mágicos, pero ella solo quería a su caballero, a su caballero tan onírico y tan metido en su sueño. Y esa canción me arrebataba y anulaba todo el confinamiento, y todas las miserias de la vida cotidiana, y todos los encierros, y todos los virus fascistas, y todos los comentarios vulgares, y todas las tecnologías muertas. Mientras vagaba tan libre por los lagos de Irlanda.

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR

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