Profesor de Derecho Penal de la Usal
Se viene diciendo desde hace varias décadas que el sistema penitenciario español es uno de los más avanzados del mundo. Cierto es que la legislación que regula la ejecución de las penas privativas de libertad, la ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP) y el Reglamento Penitenciario (RP), sobre todo la primera, ha consagrado en nuestro país un sistema penitenciario flexible, progresivo y humano en consonancia con el mandato del artículo 25.2 de la CE que, aunque muchos lo ignoren o quieran deliberadamente ignorarlo, prescribe que "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados".
Es decir, que el legislador constitucional estableció que las penas de cárcel deben estar orientadas a la resocialización del delincuente y no a su retribución, vindicación o castigo puro y duro como fin en sí mismo. Las penas deben imponerse para perseguir una finalidad concreta, la prevención, entendiendo como tal una combinación entre la que los teóricos denominan prevención general negativa, es decir, la que intenta conseguir que con la amenaza penal prevista en la ley penal para quién comete un delito, la colectividad, los ciudadanos se abstengan de delinquir y la prevención especial positiva, es decir, la resocialización del delincuente, entendiendo como tal que mediante la imposición de la pena se pretende que el sujeto no vuelva a cometer delitos en el futuro. Esta combinación entre la prevención general negativa y la prevención especial positiva, es la finalidad más plausible de la pena en un Estado Social y Democrático de Derecho, según la mayoría de la doctrina penal, a la que me adhiero.
Pero el legislador constitucional no se queda sólo en eso, sino que el referido artículo 25.2 de la CE, continúa diciendo: "El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria. En todo caso, tendrá derecho a un trabajo remunerado y a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, así como el acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad". Bien es cierto que en relación al derecho a "un trabajo remunerado", el máximo interprete de la Carta Magna, el Tribunal Constitucional, ha establecido de forma reiterada que, debido a que la administración penitenciaria no puede proporcionar trabajo remunerado a todos los reclusos, es un "derecho de aplicación progresiva", es decir, no es un derecho subjetivo pleno y absoluto; sólo sería tal si la administración pudiera ofrecer trabajo remunerado a todos los reclusos, pero como no es así, ese derecho fundamental se queda diluido en "papel mojado". Parece lógica esta interpretación, dado que en la sociedad en general y para el ciudadano libre también existe menos oferta de trabajo que demanda.
Aprovechando que el 24 de septiembre se celebra la festividad de las Instituciones Penitenciarias, es decir, la de Nuestra Señora de la Merced, es bueno recordar que también coincide con el aniversario de la aprobación de la LOGP, de 26 de septiembre de 1979. Es la primera Ley Orgánica de la democracia, la primera después de aprobada la CE en 1978 y por aclamación de todas las fuerzas políticas, ya que no hubo ningún voto en contra en el Congreso y tan sólo 2 abstenciones (de dos diputados que se equivocaron al pulsar el botón del voto pues querían votar afirmativamente).
Esa, entre otras, fue una de las fortalezas de la LOGP, que recoge expresamente los postulados penitenciarios más avanzados del momento, ajustándose plenamente a la normativa internacional (Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos, de Naciones Unidas, de 1955 y Reglas Penitenciarias Europeas, del Consejo de Europa, de 1973) y a las leyes penitenciarias de países europeos muy relevantes (Ley Sueca, Italiana y de la antigua Republica Federal Alemana). La LOGP establece un sistema progresivo de individualización científica separado en grados de tratamiento penitenciario (el primero, al que se le aplica un régimen cerrado, para los reclusos más peligrosos e inadaptados; el segundo, régimen ordinario, para los que puedan hacer vida normal en la cárcel y con mejor comportamiento y el tercero, régimen abierto o de semilibertad, en el que normalmente los panados salen de la cárcel por el día para trabajar, estudiar o realizar programas de tratamiento en el exterior, en la sociedad civil, regresando a la prisión a dormir), regula expresamente los derechos y deberes de los internos, considera el tratamiento (que es un conjunto de actividades: laborales, culturales, ocupacionales, formativas, recreativas, deportivas, terapéuticas y asistenciales) como el medio adecuado para conseguir la resocialización del delincuente y crea la figura del Juez de Vigilancia Penitenciaria, que tiene como misión controlar judicialmente la ejecución de las penas y actuar como salvaguarda de los derechos de los reclusos.
A pesar de que la LOGP lleva ya 41 años de vigencia, sólo se ha modificado en 4 ocasiones (una en 1995 y tres en 2003) reformando muy puntualmente 5 artículos (29, 38, 56, 72 y 76) de los 80 que contiene el texto, mientras que el Código Penal de 1995 ha experimentado ya más de 30 reformas. Lógicamente, la LOGP con el paso de los años, como también ocurre con la CE, necesita reformas, pero hay que reconocer, sin fisuras, que ha sido un instrumento muy válido para la incuestionable mejora del sistema penitenciario, tanto en la construcción y modernización de los centros penitenciarios como en la preparación y cualificación de los profesionales penitenciarios.
Por otro lado, la creación de nuevas instalaciones penitenciarias, unido al decidido impulso de las penas alternativas a la prisión en las reformas penales de 2010 y 2015, fundamentalmente -en consonancia con la doctrina científica que considera que estas alternativas son menos estigmatizadoras, se adaptan mejor a la situación individualizada (laboral, social y familiar) del condenado y, por consiguiente, tienen un componente resocializador más relevante-, ha posibilitado el descenso considerable de presos en los centros penitenciarios y, por tanto, menor hacinamiento, con lo que las condiciones de vida de los internos en prisión, han mejorado ostensiblemente. Hasta el mes de mayo de 2010 la población reclusa no hacía más que crecer, contando con 76.951 internos distribuidos en las cárceles de todo el territorio nacional. Actualmente, según las últimas estadísticas mensuales publicadas por el Ministerio del Interior, hay un total de 56.923 internos. Es decir, en 10 años la población reclusa en España ha disminuido en más de un 26 %. Esto supone que según los últimos informes "Space", publicados en 2020 por la Universidad de Lausana (Suiza) y que afectan a los 47 países del Consejo de Europa, España tiene actualmente una ocupación de 71,7 internos por cada 100 plazas, cuando la media europea está en 89,5. Algunos países como Francia e Italia tienen 116,5 y 118,9 internos/100 plazas, respectivamente, algo que puede calificarse ya como sobreocupación o hacinamiento, aunque leve comparado con los países latinoamericanos (que prácticamente todos superan ampliamente el 100 % de ocupación). Haití (454,4 internos/ 100 plazas), Guatemala, (372), Bolivia (363,9), Perú (240,7), El Salvador (215,2), Honduras (204) o República Dominicana (183,2) en 2020, de acuerdo con el "informe Latam de sobrepoblación penitenciaria en América Latina". Estos porcentajes de hacinamiento, de un 300 o cercanos a un 400 % en algunos casos, convierten a las cárceles en centros de exterminio, con unas condiciones de vida pésimas e inmundas y careciendo de las medidas de seguridad más elementales, tanto para profesionales como para internos.
La doctrina penal ha insistido siempre que el recurso exclusivo al Derecho Penal para prevenir la criminalidad no es la medida más acertada y los estudios empíricos así lo atestiguan. Los países con las tasas más altas de asesinatos, de homicidios, de violaciones, de secuestros, de delincuencia organizada unida al narcotráfico, al terrorismo o a las bandas callejeras e incluso de corrupción política y económica, son precisamente los que tienen un sistema penal más duro, las penas más largas y las condiciones carcelarias más aberrantes. Son también países donde la cohesión social y los jirones de la convivencia están más debilitados e incluso rotos, hay grandes bolsas de pobreza y la totalidad de la riqueza del país se encuentra en muy pocas manos. No les faltaba razón a aquéllos penalistas de principios del siglo XX, -entre los que se encontraba el que fue insigne Catedrático de Derecho Penal de nuestro estudio salmantino, Dorado Montero-, que afirmaban que el hombre no poseía totalmente un libre albedrío a la hora de realizar conductas delictivas y evaluar su culpabilidad, puesto que, en muchos casos, estaba determinado por su condición social a la comisión de delitos para poder sobrevivir, en virtud de la pobreza, la marginalidad y la carencia de interiorización de valores, principios e instrumentos necesarios en su proceso de socialización, como el apoyo familiar, la educación y un entorno social y laboral propicio para vivir en sociedad en condiciones dignas y respetando las normas sociales de convivencia. De ahí las críticas de pensadores como Dorado Montero a aquél Derecho Penal, que se utilizaba como instrumento de control social de las clases poderosas para someter y controlar a las clases sociales más desfavorecidas. Desde este prisma, otro de los teóricos más prestigiosos del Derecho Penal de finales del XIX y principios del XX, el alemán Von Liszt, aseguraba que "la mejor política criminal es una buena política social".
Todas estas corrientes de pensamiento influyeron decisivamente en los expertos penitenciarios europeos (también en los españoles) en la línea de construir un sistema carcelario más digno y humano. Esta fue la herencia que recibió García Valdés (padre de nuestra reforma penitenciaria) de personajes tan célebres y que tanto aportaron al progreso de la ciencia penitenciaria como Victoria Kent, directora general de prisiones en el primer bienio de la Segunda Republica Española. Se cuenta que cuando se estaba elaborando la reforma penitenciaria en España (años 1977-79) en una conversación telefónica mantenida entre el entonces presidente del gobierno Adolfo Suárez y la ya octogenaria Victoria Kent (que vivió la mayor parte de su vida en el exilio, falleciendo en Nueva York el 25 de septiembre de 1987, aprovecho también para recordarla, ahora que se cumplen 33 años de su muerte), ésta le apostilló a Suárez lo siguiente: "recuerda que el estado de las prisiones es el termómetro que marca la temperatura social de un país". A este respecto, Martínez Zato (que fue director general de instituciones penitenciarias en el primer gobierno de Felipe González) escribió en un artículo en el diario El País lo siguiente: "nunca olvidó Victoria Kent que la mayoría de las gentes que habitan en las prisiones proceden del mundo de la marginación. Tal vez tenía presente el texto de un mural de una prisión madrileña del pasado siglo que decía: en este sitio maldito donde reina la tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza. Ella deseó terminar con las desigualdades".
Por todas estas consideraciones, cuando escucho a políticos ultra conservadores y reaccionarios (en España fundamentalmente Vox y PP) apelar al incremento desproporcionado de las penas (límites de 40 años de cárcel, cadena perpetua e incluso pena de muerte) como única solución para prevenir la delincuencia, sacando siempre en la arena política el terrorismo de ETA (que recordemos desapareció, por suerte, hace varios años) como elemento de propaganda electoral para arañar un puñado de votos (ya se sabe, este mensaje radical y vindicativo, atrae a muchos sectores sociales) y para derribar al adversario, me entran ganas de vomitar. ¿Dónde está quedando en política la reflexión serena, el sentido común y la fuerza de la razón para la resolución de conflictos?