OPINIóN
Actualizado 09/09/2020
Manuel Alcántara

Llegaron a la residencia casi al unísono. Procedían de ambientes distintos y arrastraban una andadura que tenía poco en común. Además, su entorno inmediato suponía un contraste agudo. Cualquiera podría haber pensado que nunca congeniarían. Pero el día que en la sala de lectura vieron que tenían el mismo libro en sus manos todo cambió y se hicieron inseparables. Al relato de sus vidas siguió el recuento de sus temores. La exposición a veces opuesta de sus posiciones sobre temas de actualidad se entrecruzaba con sus variopintos gustos gastronómicos o cinematográficos. Coincidían con que no iban a misa y les gustaba pasear a media mañana por los alrededores del vetusto, aunque modernizado, edificio situado en pleno centro de la ciudad. Solo se separaban en agosto cuando seres queridos los llevaban para compartir sus vacaciones. El regreso en septiembre constituía un festín que rememoraba la época feliz en la niñez de ambos de vuelta al cole. Sin embargo, este año nada de eso hubo. Murieron en abril con dos semanas de diferencia.

La brusca interrupción de la actividad escolar los separó sin advertir que no volverían a verse en meses. Llegaban al colegio cada mañana en rutas de autobuses distintas y no eran conscientes de que la distancia entre sus casas era enorme. La comunicación virtual fluida se convirtió en un mecanismo de aproximación que pareció suplir la ausencia de todo contacto físico. Durante el verano sus padres los llevaron a lugares muy alejados sin que ello fuera óbice para interrumpir la conexión permanente. Sus esperanzas se centraron en la vuelta al cole pues eran conscientes que las miradas y los silencios quedaban corrompidos por la intermediación del móvil o de la tableta y ni que decir tiene la necesidad de que las yemas de los dedos acariciaran las mejillas. Hoy han recibido una comunicación del colegio que señala que, a pesar de todos los esfuerzos realizados, dada la situación se ven obligados a activar el plan de enseñanza virtual sine die. Han llorado frente a frente sin activar la cámara.

Manuel Summers estrenó en 1963 Del rosa al amarillo, un filme que saltaba de la historia de dos adolescentes, que daban sus primeros pasos en el amor, a la de dos ancianos, que vivían en un asilo -era la palabra que entonces se usaba- y cuyas familias se oponían a la relación afectiva que surgía entre ellos. El contraste, definido por dos colores, no podía ser más evidente como podría serlo el que proyectan las parejas recién descritas, aunque el contexto todo lo afecte. En aquella época no se dejarían de percibir los rasgos de la sociedad del momento y los preámbulos de la campaña de "25 años de paz". Ahora, los condicionantes son de otra naturaleza y definen la situación de manera casi universal como nunca había ocurrido predominando la incertidumbre y cierto desamparo. Por ello, "la vuelta al cole", un dicho manido y recurrente, no es sino una provocación que testimonia el presente.

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