Romina Torrealba Torre (Cuernavaca, México, 1992) perfila su inclinación estética con un puñado de palabras:
Decir lo profundo con aparente superficialidad, para mí, tiene un inmenso valor.
Hoy sábado 29 de agosto de 2020, tres años después de haber leído su poema «Parece que este año noviembre me trae», lo veo como un reflejo de su principio. La superficialidad de sus versos descansa en una métrica de números calculados, y la hondura de su voz comparte una trayectoria vital de crecimiento, o de regreso al centro del ser. Para el volumen Silencios entre la voz y los caracteres resulta un honor contar con su firma.
La cita sobre la poética de Romina la recuperamos de su entrada ofrecida a la novela Memorias de una osa polar, de la autora japonesa Yoko Tawada, reseña publicada en su blog La calamara literaria. Antes de cederle el paso a su poema, solo señalamos el eco de la estrofa seis a partir del título del cuadro de Azamat Méndez en la portada del libro. El cuadro de Azamat se llama «Encuentro con un burócrata» (Collage, óleo sobre papel, 2012), y la estrofa señalada inicia de esta manera: «Tuve que salir de mi cuerpo para encontrarme. | El trámite para recuperar mi propia alma | fue como suelen ser todos los trámites: | doliente, burocrático y muy atropellado.»
Encuentro con un burócrata
Collage, óleo sobre papel, 2012
Azamat Méndez
Parece que este año noviembre me trae
Parece que este año noviembre me trae
un extraño silencio.
Silencio por afuera y por adentro.
Son las siete y media de la mañana.
Amanece suave un azul oscuro
que promete dolor,
que llega en marea y se sube hasta la garganta,
que permanece ahí un momento, y luego
regresa en silencio, y una puede hacer
como si no hubiera pasado nada.
Se escurre el año lento
?aunque aquí yo lo he sentido de vértigo?
entre mis dedos y agendas usadas.
Puedo pensar las cosas que han pasado
y hundirme en los recuerdos ?ahora ya
pálidos, fríos, como un plato del día anterior?.
La primera mañana del año: despertar
en aquella casa llena de luz,
dos respiraciones entrelazadas.
No me he movido de la ciudad, pero parece
que estoy viviendo una vida distinta a la de antes.
La gente que se ha ido, que ha venido,
la que entró un momento solo para irse
tras un corto beso desubicado.
¿Y qué es un año? Un año no es nada.
Pero este año por fin ?se dice pronto?
después de cuatro años corté la cuerda brava.
Tenía enrojecidas las muñecas y tobillos,
y me escocían los huecos entre las costillas.
Luego, vino el mareo, la resaca.
Meses sonámbulos, un final de invierno raro:
sin casa, sin peso al otro lado de la cama.
Los paseos, sin perro. Las comidas heladas
salpicadas por toda la semana.
Copas que en cuanto bebía olvidaba.
Estaba por todos lados, pero en realidad
no estaba en ninguna parte.
Y caminando
me desintoxiqué. Tenía bajo mis pies
la ciudad que se sacudía el frío.
Subía a mi casa y luego volvía a bajar.
El Tormes me abofeteó con sus vientos,
la bruma de la mañana se me disipó
debajo de los tobillos heridos.
Cualquier excusa servía con tal
de estar en movimiento.
Todo para no volverme a acordar
de que había muerto.
Hasta que me di cuenta
de que haber muerto no estaba tan mal.
Un tierno verde brote se dejaba entrever
entre las grietas porosas de mi corazón.
Con eso, aquel día, me conformé.
El verano se abrió paso mientras entregaba
hasta el último trabajo, y vacié mi cerebro
entero en los exámenes en blanco;
volvieron los kilos que había dejado
en mis caminatas ahogadas de ansia.
Y sin que me diera cuenta siquiera
me arrancaron de los labios a la fuerza tantos
adioses obligados.
Tuve que salir de mi cuerpo para encontrarme.
El trámite para recuperar mi propia alma
fue como suelen ser todos los trámites:
doliente, burocrático y muy atropellado.
Subí las mismas escaleras todos los días.
Crucé los mismos infinitos planos pasillos.
Hablé un sinfín de veces con mi cabeza y dije
siempre las mismas cosas.
Para mí era razonable y sencillo,
pero las trabas en el mostrador
tropezaban cada día conmigo.
Una mañana mi letra dejó de mirar,
cabizbaja, a la derecha, miró al frente, seria.
Ese día, con plena conciencia, tras un sueño
de esos raros, escasos, que parecen cambiarte
la vida, comencé un nuevo camino.
En realidad, solo me desvié del que venía.
Cogí un sendero polvoso de arcilla
que me llevaría lejos: a un valle,
hasta un camino que fuera más amplio.
Y compartí mis noches
con un cuerpo enfermizo, y aprendí de calor,
aprendí del tiempo y de la amargura
que trae consigo la soledad en el ocaso
de una vida que parecía larga.
Y pasé mis mañanas
entre las manos tibias de mi madre.
Mi cuerpo sudaba y supuraba doloroso
miedos impronunciables, toneles de ansiedad,
todo el alcohol que había bebido sin controlarme.
Volvieron las tres comidas al día,
volvió mi cuerpo a parecerme mío.
Cuánto tiempo puede gotear un grifo averiado:
por siempre. Tenía que encontrar cómo cerrarlo.
La Olympus de Oer, subir el Anboto,
paseos por las playas de Vizcaya.
Cuadernos inyectados, por fin, de nuevo, en tinta
?sí, lentamente volvía?. Descubrí el placer
que a veces trae consigo una canción.
Volví a encontrar mi sombra, mis manos y mi ropa.
Me reí con mi hermana y volvimos a ser cómplices,
tras muchos años confusos, lejanas.
Días sueltos felices,
y otros como astillas entre los huesos.
El verano moría, pero yo seguía naciendo:
una nueva casa y un olor extraño en mi almohada.
Ahora, por fin, tengo para mí
el silencio de este extraño noviembre.
Lucha mi cuerpo por pertenecerme.
Y mi mente lucha también por reconocerlo.
Y mi cabeza, a pesar del silencio,
no se detiene nunca a respirar.
Desde el séptimo piso mi ventana
encara al sol que se estira temprano.
Qué dulce es la nostalgia.
Y qué ilógico es el paso del tiempo
cuando se vuelve a aprender lo que fue
de por sí nuestro. Cuántas vidas nacen
solo para después morir en la misma vida.
21 de noviembre de 2016
Romina Torrealba Torre
Salamanca, España
Foto del autor de la columna
Xalapa, Veracruz, México
29 de agosto de 2020
Juan Angel Torres Rechy
torres_rechy@hotmail.com