OPINIóN
Actualizado 13/08/2020
Antonio Costa Gómez

A mí me encantan las playas en invierno. La mayoría son bellísimas, no tienen un sol que te aplasta, no tienen millones de personas que te llenan de arena. Sus colores son más matizados, se pueden observar sin que te revienten los ojos. Puedo disfrutar el ir y venir de las olas.

En verano viene un calor horrible, cada vez más horrible. Y la gente va a buscar todavía más calor. Y encima a darse codazos unos a otros. Se diría que si el sol es apabullante la gente buscaría aliviarse, buscaría las montañas, los ríos, los lagos. Pero no, van a donde hay más calor todavía y se echan el aliento unos a otros. Y llenan las playas de edificios horribles todos iguales, y colman las calles de camisetas chillonas y alpargatas vulgares.

La gente no busca cultura ni paisajes ni sentirse mejor. Se atormenta a sí misma cada verano y a eso lo llama vacaciones. Las personas se masifican cada vez más y hacen mecánicamente todas lo mismo. Se vuelven intercambiables y dicen todas los mismos tópicos. Y se achicharran en las playas. Deberían poner chiringuitos donde alquilaran látigos para azotarse, así el tormento sería completo. ¿Y por qué no desarrollar la industria del látigo?

El turismo de sol y playa es un invento reciente. Antes la gente escapaba del sol que quema la piel y disfrutaba de la brisa y la sombra. También el turismo como industria es reciente: millones de personas haciendo lo mismo y comprando chorradas triviales fabricadas para ellos. Yo cuando el sol aplasta me pongo a la sombra con una cerveza. Sobre todo este sol apabullante que parece fascista y al que deberían detener. Este sol que no deja mirar, que no deja caminar, ni siquiera pensar.

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR

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