Somos hijos del azar o de la casualidad pero también dueños de nuestra respuesta ante el destino. Cuesta mucho para cualquiera escribir sobre la muerte, incluso para quien la ha visto de cerca o la ha estudiado en profundidad. Nos hace pensar en lo fáci
Hoy se teme a la muerte hasta extremos que denotan un claro fenómeno de falta de educación intelectual o religiosa. No se nos prepara ni para el papeleo que tienen que asumir los herederos. Epicleto afirmaba que "temes nombrar a la muerte, cual si sólo su nombre fuera cosa de augurio funesto. Sin embargo, mal puede haber augurio funesto en lo que no hace sino expresar un acto de la naturaleza".
El problema de esta sociedad desorientada y hedonista, que algunos la llamaban sociedad del bienestar o de la compra de las comodidades materiales con dinero, es la falta de formación integral humana. El desconocimiento de la calidad humana del hombre hace que el que el enfermo irremediablemente ignore su enfermedad, a la que se tilda de desgracia, y muera entre las ansias de la vida física y material, que es la forma más cruel de morir. Se ignora o se quiere ignorar que es, al menos, tan importante saber morir como saber vivir.
Se puede alegar que estas afirmaciones pierden entidad fuera del marco de una concepción espiritualista de la existencia. Nada más lejos de la realidad, porque aun partiendo de esta concepción se puede comprender el sentido materialista de la vida. Del materialismo al hedonismo hay tan diferente nivel como lo que va del hombre selecto equivocado a la ignorancia del imbécil.
No sólo sabe morir quien tiene creencias religiosas y es consciente de que este paso no representa sino el dolor del nacimiento hacia una situación mejor que la propia vida. También debería saber morir quien, por pensar que la vida se extingue con la muerte comprende que ha de afrontar ese paso, por hoy irremediable, con la elegancia desprendida del cínico, sin cerril empeño en conservar contra natura unas condiciones biológicas que se han desequilibrado de forma irreversible. Sabrá morir como Sócrates, entre sus discípulos, como Petronio entre sus amigos, o como Maximiliano de México, diciendo a sus verdugos sin descomponer el gesto "apuntad al corazón".
Quien no sabe morir o no le dejan es aquel que ignora la proximidad del hecho y dedica el tiempo y energías que le restan a luchar por una vida que ya no le pertenece, en lugar de prepararse para el tránsito esperanzador o apurar las últimas gotas de su propia filosofía. De ahí que sea inquietante la decisión tan extendida por médicos y familiares de ocultar al enfermo lo irremediable y próximo de su fin; o las decisiones de algunos gobiernos que deciden por nosotros sobre los peligros y duración de nuestra propia existencia.
"Para que no sufra" se suele decir, como si el único sufrimiento fuera el mero dolor físico del cuerpo biológico. Como si no fuera mayor el grito de angustia del hombre sorprendido ante su proyección cósmica o estafado en el libre uso de sus últimas horas de vida terrena. Si tenemos esa gracia de poder morir despacio, rodeado de nuestros seres queridos, esperemos que no se nos oculte la proximidad del fin; porque el ser humano hace, a lo largo de su vida física y consciente, tantas cosas de las que desea arrepentirse, que no es mala suerte disponer de un tiempo para corregir y enmendar la conciencia y preparar la consciencia, a fin de efectuar el paso con discreción y mesura en el gesto, tanto como con honradez y limpieza en el corazón.
"Primero fue el conocimiento" dijo Lao-Tse. El ser humano que abdica del conocimiento, abandona gran parte de su esencia pero quien lo guarda, sabe, como Eurípides, que "lo que proviene de la tierra vuelve otra vez a la tierra, pero lo que tiene un origen celeste torna luego a la esfera de los cielos". En Castilla decimos que "si el alma duerme no hagáis ningún ruido que la despierte, pues el sueño puede darle a la muerte la paz eterna". De momento pidamos que nos dejen vivir.