OPINIóN
Actualizado 08/08/2020
Ángel González Quesada

"La pretensión del historiador es la de comprender, no dar lecciones ni moralizar" A. PROST, Verdad y función social de la historia.

La diferencia entre el juez y el historiador no reside en la investigación, sino en la sentencia. El juez debe resolver una vez terminada la investigación, y la duda beneficia al acusado. El historiador es más libre y puede suspender el juicio y sopesar la balanza de las presunciones y las dudas, pues el conocimiento está libre de la obligación de actuar. Por eso apelar al juez para sentir, o para dictar lo que se siente, es absurdo; ya se sabe, la mujer del César... No es solo que en este país los sucesos relacionados con un jefe de estado sospechoso de indignidad hayan desatado los últimos nudos de la creencia insuflada precisamente cuando, enfermos, nuestras defensas apenas nos protegen, sino que un inmenso desencanto va alimentándose cuando catedráticos, jueces (sí, jueces), periodistas, expertos y visionarios se empeñan en mantener la ficción de que confiemos en un poder como caído del cielo cuando sabemos (sentimos) que es un poder robado.

¿Será la historia de todo esto, de este vómito, de este asco, ahogada mañana por otra historia grande y única? ¿O las pequeñas historias de nuestras frustraciones harán la historia grande y diversa? Los historiadores, en ese caso, tendrán que engastar, como atentos orfebres, las pequeñas tragedias de los pequeños países en el gran relato de un mundo enfermo, empeñado en seguir rigiéndose por las rayas de los mapas y, por tanto, creyéndose diferentes a un lado de la cordillera, detrás de la catarata, más allá del meandro... Y tendrán que decir que en un país mediterráneo el desencanto irrumpió un verano en plena cara de una ciudadanía enferma y desorientada por su propio temor, y que dejó de creer, y que lo que le habían hecho aceptar se reveló de pronto falso, pueril y sucio, y aquello de lo que quisieron convencernos se tornó de pronto verdad y, por lo tanto, claramente indigno y deprimente.

Es el desencanto. En la película de Jaime Chávarri de 1976 cuyo título roba este artículo, la familia Panero enfrenta el dolor de haber sido (engañados, humillados, estafados...) a través de la asunción de la verdad, desvergonzados y humildes, sinceros y tal vez hoscos, limpios a fuerza de transparentes, impíos con los dioses de que se alimentaban, locos y detenidos en un recodo del tiempo, simbolizan sobre todo el desencanto de todo un país durante cuarenta años engañado, humillado, estafado... Ahora, tal vez en el futuro en una historia mentida, la sociedad española enfrenta el dolor de haber sido también estafada, engañada, humillada... El desencanto.

¿Qué dirá la historia de nosotros? ¿Quién escribirá el relato de este tiempo de angustia y desvarío en que hemos descubierto todos los disfraces del miedo y todas las máscaras de la mentira? ¿Qué sabrá el futuro de estos días en que ese futuro apenas existe? ¿Qué dioses quedarán para decirnos? ¿Seremos un día cobardes a nuestro pesar o héroes sin gloria? ¿Quién está pintando el inmenso mural de nuestra imagen de después? ¿Miraremos en él de frente, como deseamos, o caminaremos de espaldas, como nos pintan, como un final de cine, hacia el último sol poniente alejándonos al tiempo de quien nos mira? ¿Qué quedará de nosotros? ¿Quién recordará lo que gritamos? ¿Cómo llamarán a este desencanto?

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