Percibir en la ciudad la belleza, o mejor dicho, definir cuándo, bajo qué condiciones, con qué formas, la ciudad es considerada bella (funcional en la modernidad, diversa en la posmodernidad, tecnológica siempre), implica una serie de valoraciones previas donde se pone en juego la sensibilidad individual, la capacidad personal para la experiencia, los saberes adquiridos y la posición en la que se está con relación a la ciudad (la pertenencia y el acceso) y con la época así como con la historia y el territorio. La ciudad está sujeta a la sociedad en todo sentido. La estética es el reflejo mismo de la percepción que se tiene de ella.
Desde el principio de la humanidad surgió la necesidad de estar rodeado de objetos bellos que dieran punzantes sensaciones para nuestro ser. La estética nació de la observación y contemplación del hombre al mundo que lo rodeaba, y una vez que designó e identificó los objetos pudo entenderlos con más precisión. Le dió valores y amó algunos objetos y despreció otros. De los sentidos surgió la identificación de la belleza. La percepción de estética surgió con los Poetas los grandes observadores del mundo; pues antes que el razonamiento fue el mito y antes que los filósofos los poetas.
Los Poetas moldearon el alma de los humanos y fueron los pioneros en la búsqueda de la estética. Ver la belleza como un fundamento de teorías conlleva a un problema mayor, el de determinar su objeto. La estética es tan relativa, que no se puede encasillar en un método lógico; está compuesta por elementos varios, tales como la cultura, los parámetros de belleza del observador, la política, y la variedad de perspectivas.
La estética de una ciudad no sólo da cuenta de las condiciones materiales de una sociedad sino que ella también produce conductas y saberes. La estética como disciplina es una forma de educación que tiene su raíz en la cultura, personal y colectiva, y que influye directamente en los modos de ver y de concebir los espacios urbanos.