No hay sentimiento más solitario que la emoción. Primero es un zumbido que ataca inesperadamente en una casualidad que se queda a vivir contigo, luego es el puente hacia la montaña donde el aire se toca. Y más tarde ya es un espacio interior.
Pienso muchas veces en Sumeria, tan herida, tan bombardeada, muchos siglos atrás madre de insomnios hechos para la vida de los días de después. Pienso en la recogida, probable fusión de aquellos rastros extraños que no se perdieron en el mar de tantos naufragios, sino que resistieron silencios y sangres y hoy están entre nosotros respirando dulcemente en voces de muchachas como Quesia Bernabé.
El lesbianismo entre la poesía y la música resultó inevitable desde que se inventó el primer vestido, el primer color, el primer mensajero inquieto por arropar y dejarse arropar. Desde entonces ya no hubo vallados entre ellas y el pavor a lo desconocido fue sustituido por el alimento compartido y universal.
Quesia Bernabé canta la poesía como si ella la hubiese escrito. Una filóloga, una mujer que ha hecho de la palabra un estudio y un oficio sagrado, tiene ante sí muchos caminos. Ella eligió la fragua donde los versos extienden aún más su cuerpo y producen tal adicción que en su voz parecen únicos en un universo tan grande como la impaciencia de los novios.
Cuando canta Quesia la poesía (pongamos que de Isabel Escudero) ella no es el eslabón de la obra creativa entre el poema y el público, no sólo saca los versos de los libros en estado latente, sino que es coautora al paular lo que lee estableciendo innovaciones tan importantes como para que entendamos que en su voz la obra es nueva.
Esto no ocurre de manera accidental, se deduce del estudio cultural del poema, y llega a la música arrastrado por corrientes internas de Quesia que nos ofrece siempre una opción artística distinta.
En realidad esta es una forma muy tradicional, porque la canción y el baile han acompañado siempre a la poesía como una unidad artística. La palabra y la melodía, la letra y la música. No estoy hablando de una poesía originalmente oral, sino que en la manera de Quesia entre la poesía de otros y su música se establece una dependencia tan seductora y natural que parecen el río manando de la misma fuente, y nadie podría entender el agua sin una u otra.
Todos los poetas nacieron para ser cantados, lo que hace Quesia Bernabé es adivinar sus intenciones. Luego pasa los versos por el cedazo de sus estremecimientos y cautivan. La voz y la guitarra de Quesia Bernabé están llenitas de prisioneros.
Ella dice que es el poema quien la elige. Natural, tampoco vivimos la vida sino que es la vida la que nos vive. En cualquier caso, todos nos hemos cebado hasta la ebriedad de esa lluvia tan antigua como los paisajes que nacieron mucho antes que las calles. Pero luego sucede que no se entiende una montaña sin la llamada del mar. ¿Para qué sirve una ventana sin casa?
Cuando Quesia Bernabé abre un libro, lo primero que lee en un poema es su sonido. Parece natural, pero vivimos tiempos en que llamamos poesía a muchas cosas que no son poesía. El sonido que Quesia lee no es más que el irrenunciable ritmo. Y el sentimiento se da por supuesto, aunque ella en su voz lo eleve al lenguaje del cielo y lo traduzca en sus infinitas intuiciones.
¿Y a qué suena un poema, diría mi amigo Luis Remacha? Pues a Quesia le suena a cascabel, donde el mundo interior y el exterior se curiosean y dan de beber a la criatura nueva. O a la libertad de las libertarias como Isabel Escudero -me repito a propósito- que voceaba risueña como una caja de cerillas eso de dispara al aire, que Dios está en todas partes. O al tronco del tiempo de los olivos, por donde han viajado los chubascos, los hermanos obreros, el aroma de los inocentes en medio de miles de noches.
Quesia es la avena loca, tan amada por Virgilio, que se fue a nacer en los baldíos donde dar de vivir a sus espiguillas, mirando siempre a oriente, que es como decir la llave que abre la puerta por donde entra la vida cada mañana.
Esa audacia de Quesia le hace poner condiciones a la luna, que cerrará el ciclo de un día, de ese ahora al que ella se aferra con la sabiduría de que no vale la pena mirar más allá si quizás nos esperan amargos y tórridos futuros.
La luna de Quesia es la misma de García Lorca, así que parece también natural que ella y el poeta asesinado en Víznar acaben por juntar sus emociones, porque no hay quien pare a los veranos vengan o no vengan a tiempo. También desde los relámpagos que no se conocen entre sí, se concuerda.
Creo que Quesia ha pasado por Galicia también. La poesía gallega bulle y el lenguaje de esta tierra fascinó también al propio García Lorca que acudió tres veces a donde el mundo se para a la orilla del mar. Él mismo dijo en alguna ocasión que era un poeta gallego. Quesia Bernabé, tan peninsular, no ha querido evitar un nuevo enamoramiento.
Me parece que Agustín García Calvo, a quien tanto escuché y que me hizo hablar una tarde a sus devotos de dos abuelos que no conocí nunca, estará muy contento en su anárquica nada.
Quesia Bernabé: amor a muerte.