Nunca tuvo tanta razón este refrán tan castellano, y por si no nos bastara con los gastos provocados por la pandemia, nos trajo mellizas: elecciones vascas y elecciones gallegas. En realidad, nada imprevisto; el alumbramiento estaba programado para el 5 de abril y hubo que aplazarlo para el 12 de julio por culpa del virus. Todo normal, normal todo. Lo que hoy sorprende más que en otras campañas electorales es que todavía queden ciudadanos dispuestos a acudir a los mítines de los pesos pesados de todos los partidos que aspiran a gobernar las citadas autonomías para ayudarles con aplausos, gritos y pancartas a conseguir la presidencia.
Todos sabemos que, tanto en estos como en otros comicios, los cambios para bien de sus programas electorales acabarán siendo trampillas para justificarlos en cuanto ganen las elecciones; todos sabemos que sus promesas de justicia social echarán a volar en cuanto se abran las urnas; todos sabemos que sus ramos de buenas intenciones no son más que mentiras disfrazadas que nos ofrecen para ganar nuestra voluntad y les demos el voto de sus sueños, y si algo nos ha puesto delante de los ojos a todos el coronavirus es lo mal que todos llevan años gestionando nuestro dinero, la falta de organización de la mayoría de las instituciones, el gran número de servicios que solo utilizan para complicarnos la vida o lo que es igual: que no les importamos lo más mínimo.
Ante esta realidad que de la noche a la mañana se ha hecho visible hasta para los que no querían verla, surge la pregunta de siempre con más fuerza que nunca: ¿Qué tienen que hacernos los políticos para que dejemos de premiarles lo que tenemos la obligación moral de castigarles aunque pertenezcamos incluso o pretendamos pertenecer al grupo de sus beneficiados?