Sentadas en torno a un café charlan de los efectos del confinamiento y de lo que estiman va a suponer la nueva normalidad en el ajetreo de sus vidas. Acostumbradas a moverse bastante por motivos muy diferentes sienten que algo ha cambiado radicalmente en sus vidas. Son conscientes, no obstante, que a mucha otra gente le ha ido infinitamente peor: han perdido sus vidas, su salud se ha deteriorado quizá para siempre, han arruinado su economía pues se han quedado sin trabajo o porque el negocio emprendido se ha ido al garete.
Sin embargo, siendo realistas ello no las concierne, o al menos eso creen. Es de su vida enrevesada de andarinas pertinaces de lo que hablan. Su preocupación estriba en la apertura de los aeropuertos, en el restablecimiento de los enlaces aéreos. Pero el mundo se ha complicado mucho y la pandemia está por doquier, de manera que los tiempos de desescalada son diferentes y, además, si algo resulta fácil controlar y tiene menos coste popular son los viajes en avión.
En la cháchara resulta curiosa la polarización de los argumentos en torno a dos posiciones. La primera defiende que viajar es un reto permanente de conocer algo nuevo y que por ello no hay límites. Quien la sostiene tiene un mapamundi en su casa con banderitas que señalan los bastante más de cien países en los que ha estado. A veces el motivo del periplo es simplemente poner una nueva señal del lugar al que se ha ido como un hito cuantitativo, pero realmente lo que predomina es el interés por visitar sitios nuevos remarcables por su belleza natural, su relevancia histórica, el peso de su cultura, la rareza de alguna costumbre. Aspectos que ocultan razones que pueden llegar a ser muy variopintas e incluso, para mucha gente, estrafalarias: escuchar el canto de un pájaro único en el atardecer polinesio, comer unas lagartijas en la profundidad del sudeste asiático, contemplar una danza en el solsticio en el altiplano, bañarse en un géiser islandés.
La segunda aboga por lo que su defensora denomina "el viaje con rostro humano". De lo que se trata es de ir a sitios en los que se conozca a alguien. El propósito, por tanto, es visitar a aquel viejo amigo del colegio que terminó su vida profesional en Terranova, o a la compañera de carrera que vive a las orillas del Titicaca, o al colega profesional de hace años con el que se viajó por trabajo que reside en Namibia. Solo vale la pena viajar, sostiene, si hay alguien conocido esperándote en el aeropuerto. Y si esta persona suscita en ti mínimos sentimientos, mejor.
Lo que impulsa a hacer la maleta es una combinación del gusto por lo lejano con el deseo del reencuentro. El abrazo pendiente al que sigue, en un lugar muy diferente donde la realidad parece transformarse, la conversación sobre el pasado, las vivencias compartidas, el minucioso repaso contable de lo acontecido y compartido desde la última vez que coincidieron.