Siempre ha habido malestar en la sociedad, por supuesto, porque siempre existe una diferencia profunda entre nuestras expectativas y nuestros logros. Pero el de hoy es un malestar generalizado, que va desde las primaveras árabes a los indignados de Hong Kong, desde los chalecos amarillos franceses a las revueltas antirracistas en todo Occidente.
Claro que ha habido momentos de mayor confrontación: hasta dos guerras mundiales en menos de treinta años. Pero la de antes era una confrontación contra un enemigo exterior, visible, ajeno a nuestra cotidianidad, producto de un nacionalismo excluyente de lo foráneo y aglutinador de lo propio.
El enemigo era eso, lo otro, el comunismo o el capitalismo, según la trinchera de la guerra fría en la que tu país se situaba. Pero ahora el objeto del malestar no es exterior, identificable por símbolos de ajenidad, sino que está en nuestra propia sociedad, son nuestros mismos vecinos que no piensan como nosotros.
En el mundo global, en el que los nacionalismos se han debilitado en general hasta no ser ya motivo perentorio de belicosidad, los individuos molestos con su realidad actual perciben que tienen el enemigo en casa y no se sienten representados por sus instituciones. Unos, los ilustrados de la modernidad tecnológica, se consideran presos de convenciones retrógradas que querrían destruir de inmediato. Otros, los marginados por la innovación y los cambios, se sienten excluidos de las decisiones políticas, del bienestar sobrevenido y hasta de puestos de trabajo que desparecen. Y el culpable de todo eso, para unos y para otros, es el otro grupo de ciudadanos.
Así se explica la radicalidad política en muchos países desarrollados, desde Estados Unidos a España y desde Francia a Brasil, donde la discusión política transcurre más por el dicterio y la agresividad que por la argumentación y el diálogo.
Y para acabar de enredarlo todo tenemos a Internet, que fomenta lo peor de esta animosidad global, desde la tergiversación de los hechos hasta las más rotundas falsedades. Y mientras todo esto sucede a nuestro alrededor, los políticos, en vez de poner freno a los desmanes que se avecinan, sólo parecen interesados en echar más leña al fuego. Así nos va.
Enrique Arias Vega