OPINIóN
Actualizado 20/06/2020
Eutimio Cuesta

Cuando yo era chico, pues yo, de pequeño, también fui chico, venía, con frecuencia, a Santiago de la Puebla. Mi padre tenía aquí muy buenos amigos y se llegaba, de cuando en cuando, a echar una mano a los médicos, don Gavino y don Vicente, padre de don Fabián, pues mi padre fue practicante de Macotera, y las relaciones, entre los sanitarios, eran muy estrechas; por eso, no tenía problema para acercarme al pueblo, bien a hacer un recado o a visitar al señor Toribio, que estuvo, con mi padre en Ohio (Estados Unidos), y tenía una huerta con muy buena fruta y exquisitos melones, manjares, que, a mí, muchacho, me privaban.

Siempre venía por el camino y, cuando ya daba vista al pueblo, el sendero se deslizaba, en cuesta, a los largo de un profundo barranco. De su fondo, emergían grandes hierbajos y, en la única pared que enseñaba, se abrían unos huecos grandes, en los que, entonces, decían que se guarecían enormes lagartos, como el que está pendiente a los pies de la iglesia.

Ya me hice un poco más grande, y deduje que no se trataba de huras, sino de grandes excavaciones, que, parsimoniosamente, habían hecho las mujeres de Santiago, para extraer la arcilla para fregar los cacharros de la cocina.

A esa edad, se me quitó el miedo al pasar por el lugar, y, también, me di cuenta de que los lagartos no eran tan grandes, pues estaba cansado de verlos tomar el sol sobre una lancha o piedra berroqueña.

El maestro, en la escuela, nos dijo, un día, que el lagarto de la iglesia de Santiago, no era un lagarto; que esa especie de bichos no se criaba por estas tierras; y que alguien, durante la conquista de América, debió haberlo traído disecado de las Américas, y que eso de que se había tragado a un niño, sólo había ocurrido, en la historia sagrada con Jonás.

Nos quedamos todos los muchachos mucho más tranquilos.


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