OPINIóN
Actualizado 13/06/2020
Tomás González Blázquez

Esta víspera de Corpus Christi, o recién disfrutado donde aún se celebra en jueves, me ha convencido para alterar mi cadencia de columnas y adelantar la reflexión que, desde hace semanas, confiaba en que fuera descartada por alguna actualización del Boletín Oficial del Estado. Pero no. Ahí sigue. Sin cambios.

No se podrá utilizar el exterior de los edificios ni la vía pública para la celebración de actos de culto.

Así se determinaba el 9 de mayo y así se ha mantenido en la modificación del 30 de mayo que, en lo relativo al culto, simplemente incrementa el aforo permitido en los templos para los territorios en una fase más avanzada del proceso que vivimos. Al tiempo que se autorizan espectáculos culturales para ochocientas personas, se sigue coartando la libertad de reunión cuando se trata de expresar la fe religiosa, incluso en un mero atrio de una iglesia.

El culto externo sigue prohibido por ley, salvo que sea para despedir a un difunto, para lo que se autoriza a cincuenta personas, o para acompañar a unos novios, que podrán reunir a ciento cincuenta invitados. El resto de manifestaciones, como por ejemplo la procesión de Corpus Christi, la más importante de cuantas celebra la Iglesia, que bien el jueves pasado, bien mañana domingo, acogerían en un año normal las calles de pueblos y ciudades, queda recluida esta vez al interior de los templos catedralicios o parroquiales. Un Corpus distinto, sobre el que escribe Daniel Cuesta.

No es un año normal, desde luego, y podría entenderse que la Iglesia sopesara la conveniencia o no de celebrar la procesión, según la situación concreta de cada lugar y el impacto social, pero que siga prohibida por la autoridad gubernativa resulta doloroso. Porque discrimina. Porque ignora y reprime una legítima forma de expresión, un ejercicio de libertad ciudadana del pueblo cristiano. Porque tampoco se vela así por la seguridad sanitaria: ¿acaso no es una procesión, con sus normas previas, con sus coordinadores, con sus tramos, con sus distancias, una de las formas más seguras de manifestación, si no la menos peligrosa de todas? Bien está ajustarnos a lo científico. Por eso, analicemos la realidad y decidamos a partir de ella. No desde el prejuicio. Casi todas las procesiones de Corpus españolas no constituyen ningún riesgo añadido. Si alguna lo conllevara, por concitar mucho público, sería esa actividad concreta la que podría desautorizarse, pero no el culto externo en general. Prohibir, sin más, la procesión de Corpus Christi es injusto y acientífico.

Cuando decaiga el estado de alarma, cesará el impedimento del culto externo, que tendrá que amoldarse, como es natural, a las medidas de seguridad sanitaria que establece el Boletín Oficial del Estado publicado el 10 de junio para esa futura situación. Rescatado de esa extraña ilegalidad en la que ha palidecido y se ha enfriado, comprensible hace semanas pero no al llegar el Corpus Christi, el culto externo, representado en las procesiones, podrá recuperar color y calor añadiendo la mascarilla y el lavado de manos como un complemento higiénico de su ritual. Esta manifestación de piedad popular, "una manera legítima de vivir la fe" en palabras repetidas por el Papa Francisco, deberá hacer su propio camino, como apunta Pedro Martín al preguntarse por la cierta paralización que nos hace confundir prudencia o seguridad con desidia o comodidad.

No, no se trata de convocar masificadas romerías o de arremolinar miles de devotos para un besapiés. Pero tampoco de someter el impulso natural del corazón creyente. Ya al cardenal-arzobispo de Valencia le acusaron los habituales altavoces de la prensa pro-gubernamental por apenas asomar la imagen de la Mare de Déu de los Desamparados a la puerta de su basílica. Sostenían esa posición no laica, sino laicista, que anhela el confinamiento de lo religioso al ámbito privado, agarrándose a la excusa sanitaria que sólo sirve cuando conviene al discurso prefabricado. Ignorarlo es torpe. Que la Iglesia tenga que tender puentes, si le es permitido, en esta España convulsa, no debiera significar una equidistancia entre el respeto a la libertad y la igualdad, y la ausencia de ellas. Lo evangélico es mojarse.

Este mal precedente de unas semanas de vigencia, que ha privado a la comunidad cristiana de salir en procesión este año llevando a Jesús en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía por las calles, ojalá se quede en eso, en un paréntesis extraño, admitido por los católicos con una resignación que quiero creer más responsable que indolente. No hemos hecho ningún ruido cuando ruido es lo que sobra y diálogo sosegado lo que necesitamos y lo que falta. No se ha protestado por el agravio comparativo que simplemente ahora, a punto de desvanecerse, recuerdo con la nostalgia de no poder acompañar por las calles de Salamanca al Santísimo, ni este domingo de Corpus desde la Catedral ni el próximo desde la Vera Cruz en la fiesta sacramental de mi cofradía. Espero que esta experiencia de la ausencia y de la desigualdad, acatada en silencio, nos ayude internamente a superar recelos, a redescubrir la necesidad y la belleza del culto externo y de la piedad popular, y a dar un testimonio de fe más coherente, de propuesta explícita. Iglesia en salida, sí. Y se sale de muchas maneras. También en la procesión de Corpus que este año no han dejado que salga.

En la fotografía de Vanessa Gómez para ABC, momento de adoración eucarística en la Catedral de Sevilla con la presencia especial de personas que han trabajado para el bien común durante la crisis sanitaria.

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