Apuremos el aprovechamiento del tiempo que todavía nos quede
La experiencia del confinamiento nos ha llevado a descubrir, o a reflexionar, sobre aspectos esenciales de nuestras vidas, y nos han conducido a enfrentarnos con nuevas dimensiones de la vida de siempre.
A mí, por ejemplo, este confinamiento me ha llevado a tomar conciencia de algo esencial en nuestra existencia, pero que solemos tener poco en consideración. Me refiero, en concreto, a la dimensión humana del tiempo.
En la reducción a nuestro pequeño espacio, a la que nos hemos visto forzados, resulta que cada uno seguramente nos hemos enfrentado a diferentes vivencias de nuestro tiempo. Ese que se puede medir en segundos, minutos, horas, días y años.
A mí, por ejemplo, me ha invitado a hacer esta sencilla reflexión sobre las diferentes dimensiones del tiempo, el hecho de haber cumplido en estos días mis 80 años, así de redondos.
¿Son muchos? ¿Son pocos? ¿Qué es el tiempo, para poder enfrentarse a su verdadera dimensión? San Agustín, que se enfrentó a fondo con el misterio del tiempo, decía aquella famosa frase: Si no me lo preguntas, sé lo que es el tiempo; pero si me lo preguntas, no tengo ni idea de lo que es para poder comunicártelo. Esa es la idea, aunque no las palabras concretas. Pero refleja muy bien la dimensión inabarcable de este gran misterio que es el tiempo. No digamos ya si queremos meternos con esa otra dimensión próxima a lo temporal que llamamos eternidad.
El tiempo está medido por el movimiento de las cosas. Si no hay cosas que pasan, no hay tiempo. Por otro lado, el tiempo puede ser considerado en tres espacios: el pasado, el presente y el futuro. Y por lo que se refiere a nosotros, podemos decir que el pasado ya no existe, más que en nuestra frágil memoria. El futuro todavía no está en nuestras manos. De modo que solamente tenemos a nuestro alcance el momento presente. Aunque de él depende también la realidad, la riqueza y la fecundidad del tiempo futuro.
En la reflexión de estos días, yo he tenido la oportunidad de contemplar la amplitud y multiplicidad de los espacios y tiempos vividos a lo largo de mis ochenta años. Desde la infancia en mi pequeño pueblo salmantino de nacimiento, pasando por el tiempo juvenil de los estudios en Salamanca a partir de los 12 años y hasta los 25. Siguiendo por la primera experiencia profesional con los chicos y chicas del Colegio de Armenteros y sus profesores y familias (9 años), para volver otra vez a la capital a tener una experiencia nueva que me alejaba del mundo rural para meterme de lleno en el ámbito urbano durante siete años.
Tan es así que, cuando luego pasé a trabajos de nueva responsabilidad en Madrid, no me resultó tan duro el salto de una capital a otra como me había parecido el paso del mundo rural al de la ciudad.
Trece años en Madrid me dieron una gran experiencia y una oportunidad de recorrer poco menos que el mundo entero: En África, Benín, y luego varios países de Hispanoamérica (estas experiencias todavía desde Salamanca). De Asia visité Tierra Santa dos veces. Y recientemente he podido completar viaje a las inmensos y bien diferentes repúblicas de China e India. En América me tocó recorrer prácticamente todos sus países, algunos varias veces, por razones de mi trabajo de encuentro con misioneros, acumulando una riqueza personal inmensa, incalculable.
He querido hacer este rápido recorrido por las diferentes etapas de mi vida para mostrar cómo el tiempo, que puede parecer igual en días, meses y años, resulta tener una dimensión diferente si está lleno de actividad y más si ésta es de particular riqueza. Y eso que no he incluido los seis años que pasé intermitentemente en la ciudad eterna, Roma, para enriquecerme con los estudios y ejercicio del doctorado en la prestigiosa Universidad Gregoriana.
Y ahora, a aprovechar el trabajo, la reflexión, y hasta la oración en la maravillosa residencia diocesana, donde el tiempo adquiere una nueva dimensión. Dimensión que resulta verdaderamente nueva en los casi cuatro meses de confinamiento que nos ha tocado vivir.
Y como creyente cristiano, no quiero dejar de considerar los ochenta años cumplidos de vida humana, pero también el recuerdo agradecido de mis ochenta años de bautizado, fecha que también me ha correspondido celebrar gozosamente a los cinco días de mi cumpleaños. ¡Qué grande dimensión la del tiempo! No cabe el aburrimiento ni la trivialidad en el vivir. Se puede vivir un tiempo rico y enriquecedor, o un tiempo lamentablemente desperdiciado o vivido hasta de un modo perjudicial para nuestra existencia y la de los demás. Apuremos el aprovechamiento del tiempo que todavía nos quede, pues los que recientemente nos han dejado ya no pueden aprovecharlo.