OPINIóN
Actualizado 05/06/2020
Mercedes Sánchez

Recuperamos el aliento, encontramos alivio, nuestro cuerpo se convierte en un mecano que comienza a moverse de forma normalizada en recorridos más largos, un pie tras otro, como si hubiera que quitar óxido en las articulaciones, como si fuera necesario volver a aprender.

Ya no se cuentan los pasos, ya no hace falta marcar exageradamente los rincones entre paredes para sacar más recorrido en el espacio angosto, ya no se horadan pasillos con zapatillas de andar por casa, ni se hacen cuentas de los kilómetros caminados, de las vueltas dadas.

¡Ahora hay tanto que mirar! ¡Tanto espacio abierto! Y son los ojos los que tienen largas piernas, los que hacen los recorridos más holgados, no chocan con muros y muebles; se encaminan a lo lejos, a ver, a admirar, a llenarse, deprisa, voraces de estímulos, ávidos de vida de fuera.

Los pies caminan sin encontrarse, uno sigue a otro en un movimiento interminable. No sé a cuántos metros, no sé a dónde, pero allí justo comienza ese olor, tan marcado, tan evidente, ese olor a un campo lleno de colores, bordado insistente de amapolas, cera derramada formando espigas de avena silvestre, festones de lavanda, aromas que se mezclan con el viento en algunas partes de la cara, nuestra frente siente esa brisa que se contonea, que nos acaricia el pelo alborotado por el tiempo, los pulmones se llenan de vida, de aire como nunca de puro, de cielos como nunca de limpios, de silencios como nunca de palpables, de tonalidades como nunca de intensas.

Huele a libertad manifiesta, a recuperar el equilibrio. Huele a atardecer y a puesta de sol, haciendo las montañas un colchón de almohadas en el que el astro reposa su rubia cabellera.

Cada planta hace su cometido, cada insecto su labor, cada pájaro comparte su trino, diálogo constante con el mundo, como una ofrenda. Cada árbol acoge en su seno la maquinaria ostensible de la vida.

Es tanta la exuberancia de todo lo silvestre, que emociona. Allí está, cada rama, cada tronco enhiesto, cada caña, cada cardo, símbolo de la fidelidad de la naturaleza, el regalo patente a tanta espera, el trabajo silente del aire limpio, del sol sin sombras, la labor de orfebre que se hace indeleble, las aguas del cielo que fueron derramadas con generosidad sobre las sedientas raíces fertilizando la tierra fecunda, cada pieza realizando esa labor de conjunto, para festejar insistentemente el logro de todo lo esperado, canto de armonía, coro perfectamente orquestado por la batuta de la vida.

Por la noche, en mis sueños, persiste ese olor a campo.

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