La pandemia en la que estamos sumergidos viene generando, a lo largo de todas estas ya dilatadas semanas, no pocas cosas. Ha generado y sigue generando himnos, actitudes, lenguajes, posicionamientos de todo tipo?, pero, entre nosotros, sobre todo, ha desatado esa inclinación a los particularismos; a salirse del sentido común; a ir a lo nuestro y no a lo de todos, a ese bien común tan necesario; a enumerar excepciones, si nos benefician?; en definitiva, a crear nuestros reinos de taifas, en los que esquivemos la normalidad y ahí nos las den todas.
Estos días, desde los dirigentes públicos (esos virreinatos de las autonomías), hasta los políticos, hasta los propios ciudadanos ?no todos, claro está? están utilizando la pandemia para tirar de ese lienzo común, que tanto habría que cuidar, y, a fuerza de hacerlo, llevarse, desgarrándolo, su propio jirón, su propia parte, y, cuanto mayor sea el trozo, mejor.
De ahí que, en declaraciones de todo tipo, lo que más escuchemos sea el "¿qué hay de lo mío?". La expresión más desgarrada del particularismo; una filosofía cazurra que ve siempre en la misma dirección: yo, mientras se solucione lo mío, lo demás me importa un bledo: si hay muertos y no me han tocado, que los haya; si hay parados y los míos no lo están, qué me importa. Eso sí, cuando nos tocan o rozan ni lo más mínimo, ponemos el grito en el cielo.
Y luego ese hedonismo en el que ha caído nuestra sociedad, desde que, a partir de tantas décadas de precariedad y de pobreza, llegamos al primer mundo, que, tras pasar unas semanas confinados, ya pedimos el oro y el moro: que, en la programada 'desescalada asimétrica', seamos los primeros en llegar a la 'nueva normalidad', esto es, a los bares y restaurantes, a las playas, a las casas rurales?
Tendríamos que hacer una revisión colectiva de estos comportamientos morales que, como sociedad, estamos manifestando. Eso sí, nos autosugestionamos y autovaloramos como que estamos teniendo una actitud ejemplar ante la pandemia. Habría que verlo.
Desde los primeros días, cuando salíamos a hacer la compra, y no había mascarillas en las farmacias ni se encontraban en parte alguna, ya nos asombraba ver a gentes normales y corrientes con las que nos cruzábamos, que llevaban mascarillas que podríamos llamar principescas. ¿Dónde las habrán conseguido? ?pensábamos.
Y enseguida nos surgía le reflexión de que pertenecemos a una sociedad de pícaros, de avispados, de gentes que solo aceptan la lógica del particularismo, del qué hay de lo mío. Por eso el bien común está tan dejado en un país como el nuestro.
Taifas y taifas. Particularismos. Picarescas. Todos quieren ser los primeros en la desescalada total. Siempre buscando el chollo, a base de codazos, o de garrotazos, como Francisco de Goya expresara.
Cuando vamos al supermercado y vemos a los dependientes y dependientas, de los que nadie habla, con sueldos precarios posiblemente y horarios dilatados y duros, sentimos que aún tendrá que haber entre nosotros algunas huellas de dignidad. ¿O no?