-¡Mira, mamá, una señora!
Asomado al mínimo balcón que no es más que una ventana hasta el suelo, el niño se aferra a los barrotes iluminados por el sol de la tarde. Abril tiene retazos de lluvia, de luz, lazos multicolores de arco iris en las baldosas y en los balcones donde los niños pegan sus dibujos y nos aseguran que todo va a ir bien.
-¡Mira, mamá, otro perrito!
El niño va en pijama, tiene rizos desordenados, mofletes inocentes, saca un pie calzado con una zapatilla. En la pantalla del móvil, mis sobrinos están extrañamente detenidos, si trato de hablar con mi hermano, sus voces no me dejan entender nada. Están en el ruidoso punto de ebullición y no hay juego ni recriminación que les tranquilice.
-¡¡¡Que no se puede salir!!!
Camino diario a la casa de mi madre, encuentro pájaros atrevidos, un grito destemplado, anónimo y agresivo. Camino a casa de mi madre, dos niños en un patio golpean la pelota con toda la saña que les cabe en el confinamiento. Camino a casa de mi madre, la lluvia, el sol, el vacío de la calle se llena de perros extrañamente quietos, atentos a la nada, y un coche sigiloso se desliza por la avenida. La mañana tiene más movimiento, gente que va y que viene con una triste barra de pan, con un carrito a rebosar, con un periódico con los mismos titulares. La mañana tiene una pátina de normalidad extraña, pero la tarde es densa, lenta y da un reparo silencioso. Sin embargo, a medida que me acerco a la calle estrecha como un pasillo donde me crie, el sonido de un violín rompe ese tenso vacío de ventanas cerradas. Y me detengo a escuchar al intérprete inesperado que, de pronto, se detiene y reinicia el movimiento y le imagino frente a los cristales, la partitura haciendo arabescos en la pared. Se detiene, vuelve a comenzar y yo recuerdo a Fernando volviendo a sacar su guitarra eléctrica de la funda, los dedos desacostumbrados a las cuerdas, el sonido que rompe la calma del confinamiento. Lo mismo que alzo la cara para sentir el sol, lo hago para que las vibraciones de este violín inesperado me sorprendan de nuevo. Y el intérprete fantasmal de pronto se detiene, deja el arco sobre una mesa y retira de su cuello la madera caliente del instrumento. Se acabó.
La calle vacía siempre me recibe con sorpresa. Vuelan los pájaros, los visillos, a veces me golpea la lluvia, otras es el sol el que recuerda otras caricias. La calle tiene una cualidad quieta de piedra, sin embargo, las hierbas de la paciencia salen entre las grietas, se imponen en el descampado, florecen. Y yo recorro los días, el camino consabido confiando en oír a los dos niños de la pelota, gritos, golpes, risas, la madre que les indica que van a molestar a los vecinos, los quietos, los invisibles vecinos. Y de pronto, pardal entre pardales, luz de piel cálida, pijama de bebé, pie de zapatilla de ositos, el niño del balcón me señala con su dedo de Dios.
-¡Mira mamá, una señora!
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.