En estos días de confinamiento (o "confitamiento", ¡hay que ver las veces que abrimos el frigorífico!), ya en estado un poco zombi, quienes tenemos la suerte de tener la biblioteca más bien anárquica, peregrinamos de un lugar a otro de la casa en busca de
¡Qué sería de nosotros sin los libros! Y digo anárquica, porque si todos los libros estuvieran en perfecto estado de revista, ¿nos sorprendería alguno? Mi desordenada biblioteca es una maravilla.
Me planto indeciso ante ese escondido librito que lleva esperándome la friolera de veinte años, lo tomo, y hago una pregunta al viento: "qué me llevaría a comprar este libro cuando mi edad estaría mediando los cuarenta". Es curioso, pues muy pocos con esos años serían capaces de hacerse con un ejemplar en cuya portada lleve impreso: "El mundo visto a los ochenta años".
Sin embargo, me fijo en el autor, Santiago Ramón y Cajal, y ya me lo explico. Este libro lo trajo a mi casa -en sentido figurado- su nombre, don Santiago, el mismísimo autor. Y perdón, maestro, ya es hora de que lo abramos y hagamos referencia a esa sabiduría por la que le concedieron el Nobel.
Don Santiago Ramón y Cajal, nacido en un pueblecito de Aragón en 1852, fue un laborioso científico célebre por sus estudios de Histología, con especial atención sobre el tejido nervioso. Hasta aquí, en síntesis, su apasionada profesión, pero siendo de espíritu inquieto, dio rienda suelta a su otra vocación, la artística, en la que se distinguió por su talento literario, preferentemente con dos libros: "Charlas de café" y su ya citado "El mundo visto a los ochenta años". Ambos gozaron de gran valoración crítica, pero en este último, escrito con encantadora sencillez, es de agradecer que no dejara de lado su sabia penetración en los conocimientos científicos.
Don Santiago fallece en 1934, año de la publicación del libro, cuando contaba 82 años. Solo habían pasado cuatro años de la invención del microscopio electrónico, aparato que gracias a su elevada amplitud, hasta entonces muy limitada por otros microscopios, se pudieron descubrir los virus. Pero esto no lo pudo aprovechar don Santiago, aunque intuyó el campo que se abría para los estudios posteriores. En sus últimos años decía: "¡Lástima grande que hayamos nacido demasiado temprano! La ciencia nos lleva de sorpresa en sorpresa en sus incesantes avances. Cada invención es un placer arrebatado a nuestros abuelos".
El libro recoge pensamientos que bien pudieran ser suyos si no fuera por su enorme modestia. Así, apoyándose en Buffon (naturalista, 1707-1788), refiere el adagio: "El hombre no muere, sino que se mata" (estrés, tabaco, alcohol?). Y se fundamenta en el hecho de que en muchos animales la duración de la existencia es el quíntuplo de la duración del desarrollo. Fijado este para el hombre en veinte años, la vida debería prolongarse lógicamente un siglo de media.
Don Santiago Ramón y Cajal también se apoyaba en Condorcet (filósofo, 1743-1794) para decir que "la vida podía prolongarse mucho más si siempre se viviera en un terreno alejado de las fuerzas de degradación como son la miseria y la opulencia". Ambas deben evitarse. Y ahí encontramos a don Santiago señalando que antes de alcanzar esa extrema longevidad -más de cien años- "la medicina necesita resolver cuatro grandes problemas: origen de la vida, causas de la senectud, aniquilamiento de los microbios patógenos y eliminación de las causas fisicoquímicas nocivas". ¡Ahí es nada!, continúa don Santiago: el programa de dos o tres mil años de estudios biológicos. Para finalizar diciendo: "pero es lícito no olvidar que el alargamiento de la longevidad física vaya acompañada de la longevidad mental".
El libro es exquisito -limando lo superado por el paso del tiempo- y deja intuir que a veces el cuerpo, como lo era el suyo (aunque en su modestia subtituló este libro como "impresiones de un arteriosclerótico"), sostiene una mente lúcida.
¡Cuántos mayores, con la mente lúcida y/o con ganas de vivir, están viéndose morir por el maldito COVID-19!
¡Cuidemos a los ancianos! ¡Cuidemos la ciencia!