Leí hace algunos años una frase que, últimamente, siento especialmente mía: "mi fe crece con los años, como el follaje de una silenciosa primavera". Probablemente porque esta primavera avanza no solo con sigilo sino, sobre todo, con la esperanza en un mundo mejor por bandera, resulta inevitable para mí, como creyente, no afrontar las lecturas que realizo a la luz iluminadora de esta cuarentena. Un domingo como este, hace aproximadamente dos mil años, se produjo una manifestación en Jerusalén que dio lugar a un acontecimiento histórico, de gran trascendencia social y religiosa en todo el mundo.
También para los no creyentes esta primavera puede incrementar la esperanza en un mundo mejor, surgido de la semilla arisca de estas semanas duras, pero verdaderamente examinadoras de nuestras capacidades amorosas, solidarias o como cada uno prefiera denominarlas. El nacimiento del Cristianismo se caracterizó por un espíritu de fraternidad semejante al que parece brotar estos días entre vecinos y no tan prójimos. Hasta el momento parecía que la revolución tecnológica del siglo XXI solo hablaba de la gratuidad en relación con los diferentes servicios; estos días la tendencia se invierte y resulta más fácil ver a la gente hacer cosas gratis por los otros para redención de las nuevas tecnologías.
Viene todo esto de la mano de lo que el teólogo Olegario González de Cardedal escribe, refiriéndose al protagonista de la Semana Santa, al comienzo de su libro Jesucristo: soledad y compañía: "Si sufrió una peculiar soledad, ha engendrado también una forma única de compañía". Quiera Dios ?y nosotros lo hagamos posible? que la soledad y demás motivos de angustia, que estas semanas llevamos todos intentando revertir, den su fruto al final de la cuarentena. Que los hábitos surgidos a partir de la cuarentena pervivieran tras ella sería, para creyentes y no creyentes, una oportunidad impagable de hacer posible la utopía, y demostrar que, como sociedad, estamos a la altura de los miles de años de historia que llevamos a cuestas.