OPINIóN
Actualizado 03/04/2020
Mercedes Sánchez

Qué difícil resulta, a pesar de tener mil ideas sobre muchos aspectos diferentes, centrarse en algo que no sea la pesadilla que estamos viviendo.

Es el monotema que se nos ha metido tan dentro que impide la normalidad. Ese nudo que tenemos en el estómago, ese mundo que se nos ha incrustado, como una espina que se nos clavara en la garganta, pero que ahora lo hace en medio del corazón, esa preocupación incesante por lo cercano y lo lejano, más que nunca, más que nada, con mayor intensidad.

Los datos hacen mella, y por mucho que sepamos que, de momento, serán más altos cada día, la esperanza no deja de brillar, no para de dar brazadas para salir a flote, para no tener tan encogidas las entrañas. La tierra, en su conjunto, llora, reza, eleva los ojos para mirar algo más allá del espacio, del entorno pequeño, encogido, en el que ahora nos movemos.

Por dentro, algo se rebela e intenta poner un rayo de sol, un foco, un resplandor, una luz, suave, pequeña, apenas un pábilo oscilante, que protegemos haciendo un cuenco con nuestras manos para que ningún viento, para que ningún soplo, pueda con ella.

De pronto, como por ensalmo, dejan de aparecer tantos bocazas usuales en los canales de televisión y empezamos a ver a expertos, que hablan sin ademanes forzados, sin mover los brazos como si fueran aspas de ventilador, sin hablar a gritos, sin gestos innecesarios, sin dar opiniones gratuitas. Vemos personas formadas que hablan con ciencia y experiencia, que no son gurús ni adivinos, y que ponen los temas de interés en el centro del discurso. Se acaban las peroratas, las justificaciones, los adornos, la dialéctica, y con su saber, iluminan nuestras dudas. Qué placer, escuchar conversaciones normales en la pequeña pantalla. Los listillos de pronto se han ido al lugar que les corresponde, allí, en esa última fila de donde nunca se debieron mover. Todos ellos, por cierto, seguirán cobrando sus cifras astronómicas, cosa que no percibirán jamás los hombres y mujeres de la ciencia, por desgracia para todos. Ojalá esto de dar protagonismo en las televisiones a quienes deberían tenerlo creara escuela, y se hiciera norma, que continuara por siempre. Seríamos una sociedad bastante más culta y preparada. Es decir, más libre.

Además, de repente, aparece lo que nunca se ve. Ese arsenal de gente cualificada, capacitada, formada en distintos aspectos del tejido empresarial, que pasan de fabricar coches a producir respiradores, de destilar vinos y licores a generar alcohol sanitario, de crear zapatos a elaborar batas hospitalarias, de diseñar ropa a hacer mascarillas, y todo ese sinfín de empresarios y trabajadores que están mostrando un gran potencial de reacción y reconversión, antes desconocido para el común de los mortales, en distintas esferas de las cadenas de producción. Paralelamente a ellos, espontáneos se lanzan al ruedo de la colaboración realizando gafas protectoras con sus impresoras 3D, y asociaciones de voluntarios realizan compras y recados a mayores que viven solos.

En las carreteras, los transportistas han demostrado su arrojo recorriendo kilómetros sin apenas servicios mínimos que les abastecieran de una comida caliente, de un servicio, de un lugar en el que repostar. Pero siguen puntuales a sus citas, a sus rutas, a sus entregas. A ellos debemos que los alimentos se acerquen a nuestras mesas a través de empleados de tiendas y supermercados que no dejan su labor.

Sin pensarlo, nos fijamos en cosas que pasaban desapercibidas, que desconocíamos o dábamos por hechas, a las que no concedíamos todo el valor que en realidad tienen.

En nuestras manos inexpertas no está la capacidad de curar. Eso lo están haciendo, cada día, a pecho descubierto, infatigables, las personas que se dedican a la sanidad. Pero sí tenemos la posibilidad de aplaudir, de valorar, de reconocer, de agradecer, de apoyar, de acordarnos de las pérdidas aunque personalmente no las conozcamos, de pensar en quienes ya no están y que llenaron de vida otras vidas, porque detrás de cada cifra hay una historia personal, unos familiares, seres queridos que pelearon otras batallas y llenaron muchos episodios de abrazos. Detrás de cada paciente, hay un ansia por recuperarse y respirar, por volver a su entorno, por estar acompañados en sus casas, por normalizar su vida.

En nuestras manos, doloridas de aplaudir, anidan gratitud y recuerdo. Con ellas, haciendo un cuenco, intentamos proteger esa luz titilante que enciende, tozuda, la esperanza.

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