OPINIóN
Actualizado 28/03/2020
Eutimio Cuesta

Unos lo dicen mote, otros apodo, antiguamente, vulgo. No hay sinónimos absolutos, siempre hay un matiz, por muy pequeño que sea, que los diferencia. Analizando minuciosamente ambos términos, observo que la diferenciación entre ambos términos tiene mucho que ver con la intención de quien los pronuncia. Si una persona utiliza el sobrenombre con miras vejatorias y ofensivas contra alguien, podemos hablar de mote; en cambio, si se profiere con una aptitud afectiva y amistosa, podemos definirlo como apodo. Como veis los dos vocablos arrancan de la misma definición: "nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o alguna otra circunstancia", según dicta el diccionario.

El apodo o mote es muy antiguo, tanto como el hombre y sus defectos y circunstancias. Si nos damos una vuelta por la literatura o por la historia, veremos a personajes que a su nombre les acompaña el alias; pero no es mi propósito ir por allí lejos, prefiero quedarme cerca, en mi pueblo, donde el apodo es el elemento y rasgo más identificativo de la persona. Más incluso que el carné de identidad. Nombras a un paisano por su nombre y apellidos, y muy pocos, lo conocen; sin embargo, lo mencionas con su nombre y apodo, y todo el mundo lo reconoce, e incluso sólo con el apodo, pues puede ser equivalente a su nombre. En nuestro argot popular, los apellidos han quedado para asuntos oficiales y jurídicos. No los precisamos para nuestras relaciones y tratos familiares y sociales.

El otro día, me encontré con una pandilla de amigos, que venía de deslindar una finca de un paraje, conocido como las Cárcavas. Era finales del siglo XVIII, ¿cómo iba yo a saber quiénes eran, de qué familia procedían, si no hubiese sido por el apodo? Así pude saludar, sin extrañezas, a Santos "el Malote", Juan el Chiburre, Blas el Blasiño, José el Faldiño, Alonso el Rojito, Antonio el Barrigueto, Juan el Faloguillo, el mozo, Manuel el Calderón y Francisco el Falogo, el viejo.

Hablar de los apodos es entrar en un terreno un poco espinoso, porque hay individuos que se sienten orgullosos y honrados cuando se les nombra por su apodo; sin embargo, hay otros que se molestan en demasía. Esta cuestión limita un tanto nuestro propósito de estudiar y analizar el porqué y el significado de los casi seiscientos apodos o motes de mi pueblo. Como en todo, en este campo, se impone la prudencia. Lo que no hay duda es que todos nacemos con cuatro apodos, heredados de los abuelos, y que constituyen un elenco más de nuestra cultura popular, y un testimonio de nuestra manera de ser, nuestros defectos físicos o morales, nuestras cualidades e ingenio o, simplemente, un certificado del oficio o profesión que desempeñaron nuestros antepasados.

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