Llegaba con la ilusión de siempre, con la sonrisa franca y generosa.
Llamó a la puerta de la muralla, y nadie abrió. Insistió e insistió, pero no se oía nada al otro lado. Volvió a intentarlo, con el puño cerrado? sin lograrlo.
Se rascó con un dedo la cabeza, para concentrarse y reflexionar. Se le ocurrió de pronto sobrevolar.
Logró superar esa altura, esas puertas gigantescas habían quedado pequeñas a su lado. Por fin. Comenzó a recorrer las calles, las grandes avenidas. Nadie había. No existía nada. Nada se movía, nada caminaba. Había dejado de habitar la prisa. Notaba el aire algo más limpio. El cielo más brillante. Y el silencio.
Continuó por todos los espacios por los que solía moverse, sin obtener resultado. Recordó la algarabía de los niños en los ratos de recreo, y se dirigió hacia allí. Fue de patio en patio, y no existía infancia, ni juegos, ni siquiera quedaba un balón rezagado y solitario en una esquina. Se fijó en las ventanas, todas las persianas bajadas. Se dirigió a las puertas, todas cerradas.
Los libros no caminaban en mochilas a la hora que se sobrepasa con creces el mediodía.
Decidió ir al parque en el que comenzaba a saludar todas las primaveras. Tampoco había niños. Ni padres. Ni bocadillos a medias. Ni abuelos. Los bancos estaban vacíos, ninguna cazadora se estrechaba contra otra. Ningún vaquero buscaba posturas complicadas para fundirse en un abrazo con otro vaquero.
Nadie recorría otra cintura hasta meter un dedo por la trabilla de otro pantalón, ni buscaba caminar al mismo paso.
No había labios persiguiendo la risa mil veces besada de otros labios.
Las calles estaban limpias, las papeleras vacías.
No se oían los juegos, los saltos, las apuestas, los retos.
No había ningún claxon levantando la voz.
Sobre la estatua de aquella plaza sólo se posaba una paloma.
Ninguna postura buscaba ningún selfi, ni nadie pedía una foto por favor.
Giraba la cabeza a uno y otro lado, con tanta extrañeza como encogido el corazón.
Vagó toda la tarde por las calles solitarias.
Vio, incluso, cómo se ponía el sol.
Con estupor comenzó a encogerse. No podía comprender nada. No podía entender todo aquello. Aquella ausencia, aquella falta, aquel silencio.
En un reloj lejano dieron las ocho.
Las ventanas se abrieron de par en par y comenzaron a aplaudir, con fuerza, mucho tiempo, con ganas, con sonrisa, con insistencia, con esperanza, con solidaridad, con tesón, con fortaleza, con ánimo, con gratitud, con generosidad, con vida, con plenitud, con unidad, con emoción. Y las estrellas, parpadeando a ese ritmo, se posaron en cada alféizar.
Al fin, la Poesía, respiró.