OPINIóN
Actualizado 18/03/2020
Manuel Alcántara

Una vez supo que su existencia tenía sentido gracias al movimiento. Desde entonces, la convicción del andariego se hizo más sólida. Aprendió también la importancia de no volver la vista atrás salvo en los momentos en los que la nostalgia hacía insoportables las vacías promesas del futuro. Conoció el sentido de caminar de aquí para allá, sin apenas parar para que las cosas no hicieran callo. Entendió el valor de andar ligero de equipaje con el fin de asegurar que no había excesivas querencias que arrostrar y que la levedad hacía más fácil el camino. Experimentó ausencias voluntarias de quienes quedaban a la vera y otras, forzadas, que no comprendieron sus salidas. Concibió excusas ante lo que los demás entendían como huidas porque en su fuero interno eran pacatas evasiones para tomar aliento antes de regresar a la brega. Fue construyendo una vida con evasivas que validaban planes, con coartadas que suplían razones y con promesas que erigían la conformación del sentido.

No tuvo conciencia, sin embargo, del sofisticado equilibrio de numerosos elementos cuyo encadenamiento, además, hacía posible la andadura. No bastaba con la disponibilidad ni con la energía necesaria, tampoco con la vocación inveterada. Desde la grandilocuente fortuna de una salud intachable y de un peculio suficiente hasta el tiempo generoso dispuesto a ser quemado. Desde la predisposición del entorno hasta los brazos abiertos del ajeno. Teórico de la globalización, relegó las interpretaciones que hablaban de sus secuelas secundarias, de su indómito costado. Olvidó el significado preciso del efecto mariposa, pero también del más conocido efecto dominó, del sentido sistémico de la existencia.

Ignoró el atrabiliario peso del azar sujeto a mil y una cuestiones extrañas a sus cálculos. Desdeñó la concatenación de sucesos que, de pronto, convergieron en un quehacer imprevisto cuyo accionar se giró contra sus planes, contra la arquitectura de un errático cronograma diseñado para que el movimiento no cejara y no por una cuestión de capricho sino de su propia subsistencia. Una vida que hoy se encuentra atascada en un vericueto de estados de alarma, ciudades cerradas, vuelos suspendidos, cuarentenas incomprensibles que ocultan arrestos domiciliarios, discursos circulares monotemáticos, sospechas culposas extendidas por doquier, teorías para todos los gustos.

Desde la ventana ve el devenir de la jornada que reitera los mismos gestos, idénticas conjeturas, incluso un aire semejante al de los últimos días. Con plena seguridad será igual al de las siguientes. El gobierno le pide que sea solidario, que no rompa las reglas de la convivencia forzada en pro del bien común y que, por ello, no acapare alimentos, algo que ni se le ha pasado por su imaginación. Le han sugerido unos hábitos higiénicos que siempre tuvo, que destierre el exceso de confianza y que, sobre todo, no contribuya a colapsar los servicios médicos, algo que jamás pensó. Ha valorado la posibilidad de romper la reclusión saliendo a dar un paseo, pero no tiene ganas. Mientras su mirada se diluye en el espejo toma conciencia de que está varado, como nunca estuvo.
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