No me lo había preguntado nunca hasta ahora, porque estaba convencido, desde que pisé la calle por primera vez, de que se trataba de un espacio de todos y de todas las cosas. A la calle, vertían los albañales; a la calle, tiraban las mujeres el agua de fregar; las vecinas barrían la calle: su primera acción doméstica antes de emprender las tareas de casa; a la calle, sacaban los braseros, para que se pasasen; en la calle, jugaban las mujeres a las cartas después del rosario los domingos; en la solana de la calle, se sentaban las vecinas, después de fregar, a hacer media, a zurcir los calcetines, a poner unas culeras a los pantalones o a dar vuelta al cuello de la camisa carcomido de sudores; y, la calle, era el solar de todos los juegos infantiles: ahí, los niños jugábamos al balón, y al toro, y a los tres nabos, y al brinquillo, y al jeme, y a los cuadrines, y al tangue, y a los canicas; y las muchachas, a la palmeta, y a la comba, y a las mecas, y a los alfileres; la calle era el lugar de tránsito de las personas, de las procesiones y de todos los rituales; el lugar de idas y venidas de las caballerías, de las ovejas, cabras y cerdos del común y de los vehículos todos. Toda la vida con sus aconteceres tenían lugar en la calle, y no había que pedir permiso a nadie, porque la calle era de todos y de todas las cosas.
Pasado el tiempo, esa calle se pavimentó y se adecentó; las aguas se canalizaron mediante redes subterráneas de abastecimiento y desagüe y se plantaron algunos árboles; quedó más sana, más limpia, más habitable, más coqueta y más guapa, pero continuó siendo de todos y de todas las cosas.
Un día, apareció un personaje del reino de Galicia, y nos atemorizó a todos: "La calle es mía". Y nos fastidió. Nos desposeyó de lo que más queríamos: fue como si nos quitara el juguete más preciado: la libertad. Nos dejó sin calle. Nos dejó huérfanos, porque la calle nos apatuscaba a todos. Y, desde ese momento fatídico, tomó posesión de la calle la autoridad. Y la autoridad ha convertido la calle en un mercatus, en un sacaperras. Empezó poniendo un impuesto a todo lo que se mueve por tracción mecánica; nos llegó, como recompensa, la peatonalización de las arterias principales; se ampliaron las aceras y se angostaron las calzadas de vehículos. Todos tan contentos: podíamos pasear por nuestras calles tranquilos, sin precaución, a nuestras anchas y respiro; pero mira por donde, la alegría dura poco en la casa del pobre. No se buscaba nuestro bienestar y comodidad ciudadanos. No. Se trataba de un proyecto con otras miras: el objetivo era pecuniario y recaudatorio. ¡Ignorante de mí!
La primera piedra fue en la plaza Mayor: se abrieron cafeterías entoldadas al aire libre; eso sí, respetando la armonía que impusieron el Churriguera y el Gil de Ontañón; la experiencia se fue extendiendo, progresivamente, por toda la ciudad, y hoy no hay plaza ni calle ni acera que no sea un bulevar de veladores y terrazas; han conseguido, con pretensión, arrendar buena parte del suelo de nuestras calles, de forma que hay rúas, que, para poder caminar, hay que ir en procesión, en fila de a dos, como, antiguamente, al "rosario de la aurora"; y, en la mayor estrechez, en fila de a uno o de costado o al bies. Y no digamos en ciertas plazas, que para seguir ruta, antes tienes que someterte a un ejercicio de zigzagueo entre sillas y mesas, y, además, tenemos que agradecérselo, porque nos permite mantenernos en forma y en el disfrute de buena salud.
¿Nos queda ya algo, paisano?