OPINIóN
Actualizado 06/03/2020
Mercedes Sánchez

La primera vez que le vi produjo en mí un fuerte impacto.

No fue por su edad, o por su semblante. Ni por su voz, pues no sé cómo suena. Ni fue su personalidad, puesto que no le conozco.

Íbamos por la misma calle. Por la misma acera. En direcciones distintas.

Yo, deprisa. Él? como podía.

Es de poca estatura. Menudo. El pelo algo encanecido. No sonríe. Lleva una expresión de esfuerzo.

Su equilibrio se sustenta sobre sus pies, ayudado por dos muletas en posición oblicua, una a cada lado, que impiden que se venza. Su cintura está completamente doblada hacia la derecha. Su cuerpo forma casi un ángulo recto. Tanto, que parece que se fuera a caer en cualquier instante. Esa postura, a la que le obliga su sistema óseo, convierte su desplazamiento en una aparente tortura. Pero él lo hace natural, con su cara circunspecta, concentrada, consciente, seguramente, de lo centrado que ha de estar en cada paso que da.

Esta visión impacta. Impacta y duele. Duele dentro, porque exige preguntarse qué hace que alguien que tiene esos condicionantes, esos impedimentos, esas necesidades para algo tan elemental y básico como andar, salga de su casa y afronte el mundo con tal valentía.

Y el mundo, ese mundo real, constante, cotidiano, ruidoso, acelerado, pone semáforos que requieren pedir el paso o esperar, obliga a mirar a ambos lados a pesar de tener preferencia en un paso de cebra, y a cruzar contra un reloj que agoniza, a seguir caminando si no se encuentra un banco en el que descanse su marcha. El mundo, esa selva que vamos construyendo tan llena de normas y leyes y valores, dispuestos todos ellos a ser saltados por segundos de prisa o por horas de falta de control o de ausencia de convivencia o de comprensión o de empatía.

Pensé, esa primera vez, qué le haría cruzar esa jungla, no adaptada a su fragilidad. Pensé en cómo ayudar, en qué hacer, si es que pudiera yo algo hacer.

Pero la segunda ocasión, él en un semáforo y yo en otro de la misma avenida, frente a frente, con ambas calzadas y la mediana que nos separaban, comprendí, no sé por qué, que no era una coincidencia verle de nuevo en la calle. Entendí que es, lo que me pareció su debilidad, lo que se ha convertido precisamente en su grandeza. Porque muchos días le veo en distintos lugares, en distintas calles, caminando, a distintas horas, con su cuerpo siempre tan escorado, con su carácter siempre tan recto, tan ennoblecido, tan firme, tan endurecido por el envés de su biografía. Cuánta dignidad.

Y así, cada vez que me lo encuentro, crece mi admiración profunda, levanto mi sombrero interno, mi alma le hace una reverencia, lección a mi espíritu, de qué quejarme, cuando la vida es tan dulce permitiéndome poner un pie tras otro sin prestar atención, si el cerebro da la orden y el esqueleto obedece, y los músculos responden, y la sangre todo lo riega, y la respiración todo lo oxigena, y el perfecto mecanismo funciona consintiendo que, además, mire a otros lados, que esté atenta a aquello que quiero disfrutar o aprender. Qué delicioso sabor, la vida, regalo indiscutible, agradecido, venerado.

Qué enorme mensaje, cada vez que el azar o la rutina cruzan nuestros caminos. Su tesón, qué gran asombro me produce, cuánto respeto viendo en sus pasos el firme caminar de la dignidad.

Leer comentarios
  1. >SALAMANCArtv AL DÍA - Noticias de Salamanca
  2. >Opinión
  3. >Los pasos de la dignidad