Hay términos que repentinamente dejan de ser usados. Las razones de ello no solo están en las modas que dominan el mundo intelectual. En ocasiones hay plena justificación. Ambas cosas me parece que ocurre con esa fórmula acuñada en el momento álgido de la sociedad de masas, del imperio de la democracia electoral y de sus concomitantes sondeos para conocer la opinión pública. La mayoría silenciosa era también la proyección del votante mediano en una política de grandes consensos y de equilibrios que tejían una malla de seguridad con relación al progreso, al mercado y al bien común.
Sin embargo, ese marco se devaluó poco a poco por motivos inherentes a la desvertebración de las mayorías que terminaron gestando grupos diversos, a veces antagónicos, pero, en buen número de casos escasamente dispuestos a colaborar. Además, el silencio se quebró por los diapasones de las redes sociales, del activismo virtual, de manera que si algo no sobraba eran las palabras. Ello condujo a hacer obsoleto la susodicha soflama.
Ivan Krastev en su último libro La luz que se apaga realiza un trabajo significativo para entender la presente situación en la que el sujeto principal es el ciudadano paranoico agobiado por distintas teorías de la conspiración que desempeñan el papel que antes tenía la ideología. En ese sentido, ahora aparecen dos constricciones de enorme calado que giran en torno a la tensión configurada entre el orden global que se resiste a consolidarse y el orden nacional que aguanta más de lo que parecía. Ello se da en un ámbito político que "se ha metido en una realidad virtual en la que nadie responde de sus actos, la gente cree que todo el mundo miente, existe una especie de cinismo generalizado, y esto hace que Trump funcione y que la gente le vote independientemente de lo que diga. Eso no funcionaría si tuviera que responder por no haber hecho honor a la verdad".
La restauración de las fronteras, algo a lo que la crisis del coronavirus puede contribuir hasta un nivel poco predecible hace apenas un par de semanas, según Krastev, puede suponer que hay dos opciones para que funcione la utopía liberal clásica: "o se abren [las fronteras] y la gente puede moverse, lo cual significa que hay una comunidad política sólida, o bien todos los Estados del mundo van a ser unos lugares tan fantásticos que nadie va a querer salir de su país". Lo cual significa un nuevo golpe a la gestación de un consenso mayoritario que, además, enturbia el propio concepto de ciudadanía, pilar básico sobre el que debería construirse aquella.
Como el autor búlgaro señala, "la decisión más importante que toda comunidad política tiene que tomar es quién es de los nuestros y quién no lo es", esto es "el derecho más importante en toda democracia es el derecho a excluir, a decidir quién no puede ser miembro de tu comunidad". Así las cosas, se entiende por qué hoy no se habla de mayorías silenciosas.