OPINIóN
Actualizado 01/03/2020
Eusebio Gómez

Hay una historia maravillosa sobre una niña de cuatro años que una noche se despertó asustada, convencida de que en la oscuridad que la rodeaba había toda clase de monstruos. Sola, asustada, corrió a la habitación de sus padres. Su madre la tranquilizó y, tomándola de la mano la llevó de vuelta a su habitación, donde encendió una luz y reaseguró a la niña con estas palabras: No necesitas tener miedo, aquí no estás sola. Dios está en esta habitación contigo. La niña le respondió: Yo sé que Dios está aquí. Pero yo necesito en esta habitación alguien que tenga piel.

Jesucristo tiene nuestra piel y nuestro corazón; al encarnarse, se puso a la altura del ser humano, experimentó todas nuestras flaquezas, menos el pecado; estableció su morada entre nosotros, especialmente con los más pobres. En Lucas 4,1-13 se nos relata una dimensión misteriosa pero real en la vida y en el ministerio de Jesús: la tentación. La tentación no es una instigación al mal, ni constituye de por sí un pecado, sino que forma parte de nuestra vida y a través de ella se someten a prueba la propia identidad y las propias opciones. Las tres tentaciones de Jesús no son sino una sola: la tentación de abandonar el mesianismo humilde y obediente en favor de los hombres y emprender un camino de gloria, de poder y de autosuficiencia humana. Y en las tentaciones Jesús pronuncia el sí definitivo al Padre y se abandona totalmente a su destino. Jesús se mantiene firme proclamando su fidelidad absoluta y su confianza inquebrantable en los caminos del Padre.


Sus seguidores tienen que comprender que la misericordia es la única realidad que puede resumir e iluminar decisivamente todos los demás aspectos del mensaje cristiano (B. Bro). Cuando Jesús se relaciona con el ser humano, especialmente con los necesitados y pecadores siente profundamente la misericordia. Los evangelios nos hablan de distintos momentos en que se le conmovieron las entrañas, como ante el féretro del joven muerto en Naín o ante los ciegos de Jericó; la misma expresión utiliza en el relato de la parábola del buen samaritano y del hijo pródigo.

En el retrato que el buen pastor nos lega de sí mismo, la misericordia es un rasgo verdaderamente capital; él hizo plenamente suyo el programa que Yahvé, pastor de su pueblo, propone en el profeta Ezequiel el buscar a la perdida y traer a la descarriada; vendar a la herida y robustecer a la delicada (Ez 34,16). Las palabras y la conducta pastoral del Señor están traspasadas por la misericordia. Jesús sentía compasión cuando veía a las multitudes vejadas y abatidas, como ovejas sin pastor (Mt 9,36); cuando veía a los ciegos, a los paralíticos y a los sordomudos que de todas partes acudían a él; cuando se daba cuenta de que las personas que le habían seguido durante días estaban fatigadas y hambrientas.

Jesús era de los nuestros, tenía neustro corazón y nuestra piel y sufrió la tentación, como nosotros
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