A ti te digo, Nacho, que aventas el nombre del hermano muerto para que le sepamos, para que siga su existir sin que una ceguera física le alcance. Díselo también a Alfredo Domínguez, a David García, y sobre todo a Gabriel Calvo que vive siempre desde la emoción contra las ausencias.
Háblale de la vida, para que no la olvide.
De las noches que juntos acompañamos al hombre que le creció en las manos hasta que el viernes pasado, un día aparentemente afónico, un día con la inocencia de las vísperas para promesas y sueños, para besos fugitivos o no, recibimos como un disparo el fragor invernal de su partida.
Por el verano fue. Galinduste anocheció con un jolgorio feliz cuando a punto de finalizar la actuación de Gabriel Calvo y La Fabulosa Retahíla, Jorge dejó paso al enorme percusionista que era, al profesor de música que rompe a las piedras por la cintura hasta hacerles hablar el lenguaje de las semicorcheas, al artista total que hizo sonréir con su repertorio en la batería. Antes había llegado el éxtasis de su prodigiosa manera de rimar el ritmo.
Pieza a pieza, fue enseñando cada cachivache que en sus manos sonaba a gloria. Un orinal también. Un orinal boca abajo. El orinal forma parte de nuestra cultura, de los largos y crudos inviernos salmantinos en los que, sobre todos a los viejos, les costaba salir al corral en mitad de la noche.
¿Y por qué no un orinal boca abajo si en las manos de Jorge, el músico, parecía una garganta llamando a los pentagramas? Al fin y al cabo, en 1977 Paco de Lucía se trajo de Perú un cajón para incorporarlo definitivamente al flamenco. Paco fue allí y cantó. Pero también cantó Chabuca Granda, la criolla que nos calentó el alma con La flor de la canela. Y junto a ella estaba Caitro Soto con su cajón. A Paco de Lucía le fascinó el cajón en manos de uno de los mejores cajoneros de la historia, lo mismo que todas las piezas del laberinto del genio que había en Jorge Navarro nos llenaban de embriaguez sorprendida.
Cuando acabó el concierto en Galinduste, sólo pude quedarme un ratito con ellos. A algunos de mi generación nos pasaba una cosa, a mí me pasó: al llegar la hora del carnet de conducir, no tenía perras. Y cuando tuve algunas pesetas, me faltaban el tiempo y la destreza. Algunas cosas, como los idiomas o el bailar, hay que aprenderlos a su debido tiempo. Así que me esperaban para devolverme a casa.
Hablé con ellos, quedamos para vernos en Alba de Tormes en agosto. Alfredo Domínguez, el zamorano premio de la música de Castilla y León, me recordó que en una carretera de su tierra se me había matado Cecilia. Fue a los 27 años cuando la muchacha que al fin había encontrado la paz murió dormida entre un coche y un carro que cruzaron sus caminos. Cecilia formó ya en las filas del comando de la muerte musical de los 27 años.
No sé por qué el viernes que murió Jorge me acordé tanto de Cecilia cuando era todavía Eva y los dos empezamos juntos la tarea de comprender Madrid. Ella tenía 20 años, yo dos más. Y juntos algunas veces luchábamos por la palabra prohibida, por entonces prohibían el mar y las palabras. Ahora digo claramente que mentí por ella. Que 35 periódicos nos ayudaron a los dos en la transición de Eva con vaqueros y camiseta a Cecilia con túnica. Según Santiago Alcanda, fue la mejor cantautora de este país. Yo no soy neutral y acudo a un religioso silencio sobre los muertos que quise tanto.
Cuando volví de Galinduste y de tu hermano, era muy tarde en la soledad de mi casa, junto al posío, los rastrojos, el campo. Pero me renació el viejo periodista que nunca se fue y me puse a escribir la crónica de una noche tan hermosa. El corazón de un periodista necesita poco reposo. Así que acabé a las tres de la madrugada y, como no tenía wifi, salí con la crónica en las manos callejeando hasta dar con el pitido del invento de Heddy Lamar. Y fue desde la acera, junto a la ventana de una prima dormida, donde la tecnología y el escribidor concordamos. Pasadas las tres de la madrugada, la crónica estaba en el periódico.
A tu hermano Jorge le llegó demasiado pronto el crepúsculo definitivo de donde no se vuelve ya nunca aunque se quede en cada inmersión en la memoria de todos nosotros. Probablemente fue un hombre de huella tierna. Pero, por si acaso, dile que debe aprenderse viento porque el viento tiene más posibilidades que las rocas de ceniza.
Que los nombres como el suyo se derrumban menos que las vidas estériles y sin herencia. Que desde ayer tenemos más miedo a las tardes de los viernes. Que cuando los hombres pregunten por él sabemos decir quién fue, quién ha sido, quién sigue siendo en las enredaderas vivas de nuestra tierra. Que cuando horaden en la contextura de la música popular estará él ardiendo desde los surcos que dejó sin reclamar profundidades.
Ahora estamos bajo la inesperada sombra del asombro, como cuando unos barcos viajan juntos, y se hablan, y se cuentan, y se dulcifican las soledades, y se comparten. Y de repente un archipiélago que no estaba en los mapas los hace alejarse unos de otros.
Dile al hermano, Nacho, que existen los epílogos. Que ya sabemos que morirse es cuestión de tiempo pero nadie sabe si ese mismo viento tan recomendable un día da la vuelta y nos encontramos en un concierto.
Mientras llegue ese instante o no, al cerrar las ventanas seguimos oyendo sus bravos estíos de percusión. Y que por ahora no tenemos ganas de que se vaya caminito del silencio y del olvido.