OPINIóN
Actualizado 24/02/2020
María Jesús Sánchez Oliva

Estos días de carnaval los padres disfrazan a sus hijos de duendes, de príncipes, de princesas, de hadas, de magos, de brujas, de leones, de policías, de astronautas, de gladiadores, de fantasmas, de payasos? y disfrutan jugando con ellos a lo que quieran ser porque saben que cuando el miércoles cierre el paréntesis de los carnavales volverán a la normalidad de sus clases, de sus juegos, de sus familias y de sus amigos.

En un refugio de Siria un padre ha tenido que enseñar a su hija de cuatro años a reírse de los bombardeos, porque aunque nació en un país en guerra y en guerra sigue, vivirlos como un juego es lo único que consigue tranquilizarla. La primera vez le explicó que las bombas eran fuegos artificiales porque aquellos aviones eran los que iban recogiendo a los niños para llevarlos a sus pueblos, a sus casas, para celebrar con sus familias el Id al Fitr (fiesta musulmana que marca el fin del Ramadán), y desde entonces, cada vez que hay aviones en el aire, padre e hija saltan de alegría, ella porque en su inocencia piensa que por fin les toca el turno de embarcar a ellos, y él para ocultarle las lágrimas, el dolor, la desesperación, la rabia y el miedo que se esconden tras sus risas. ¿De dónde puede sacar fuerzas un padre para que en medio de tanto terror consiga llevar un rayo de felicidad al corazón de su hija??

Triste juego, juego triste, un juego que inevitablemente nos trae a la memoria al protagonista de "La vida es bella", aquel padre que en un campo de exterminio nazi juega con su hijo de seis años a sumar puntos para ganar el premio de un tanque que los devolverá a su pueblo, a su casa, con su madre para que juntos puedan volver a la normalidad.

Ojalá Salwa tenga mejor suerte que Giosuè y pronto su padre pueda jugar con ella a juegos más propios del carnaval que de la realidad.


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