OPINIóN
Actualizado 11/02/2020
Francisco Delgado

Deberíamos proponer que se nombre a este San Valentín, tan desconocido santo, el patrón de los amantes valientes. Van quedando ya muy pocos amantes de esos con los que todos hemos fantaseado de niños y en nuestra juventud: amantes que se juran amor y fidelidad hasta la muerte?y que cumplen el juramento. Como algunos de nuestros padres o abuelos, que resistieron, sí, a pesar de que fuimos testigos de que los últimos años se los pasaron discutiendo. Pero llegaron al final de la bella promesa, juntos hasta la muerte.

Ahora, los jóvenes amantes celebran cada año la fiesta de San Valentín conscientes de que hay muchas posibilidades de que sea el último año de convivencia. Miran a su alrededor, a sus amigos, a sus hermanos, a sus compañeros de trabajo, cómo todos "van cayendo" en la ardua batalla de la convivencia entre los sexos. Y si la estadística de su pequeño mundo no les resulta fiable, observan las estadísticas generales de separaciones: cada año aumenta el porcentaje de ellas en todos los países de nuestro entorno.

Pero el síntoma que más nos inquieta a todos es que ya está fallando el objetivo biológico: que ya hay menos nacimientos que muertes; que nuestras jóvenes parejas tienen un hijo/a ( ¡"y pico"!) de media, con lo cual tenemos la certeza de que si algo decisivo no cambia en el terreno del amor o de la reproducción, nuestra especie está abocada a desaparecer.

A pesar de todas las medidas de prudencia y precaución que toman los jóvenes amantes actuales siguen dominados por el miedo al futuro: en principio no se casan, no se someten a la ceremonia de testificar públicamente su amor y fidelidad; al menos hasta pasados unos años. Temen que lo que han oído tan frecuentemente, que el matrimonio es el enemigo número uno del amor, sea verdad. También son prudentes planificando el hijo que desean tener: lo tienen cuando ya no hay ningún grave problema de supervivencia, de falta de trabajo estable, de falta de un piso, de estudios pendientes. Miman al hijo/a único, como frágil joya a la que no puede faltarle nada; le inundan de juguetes, de cariño, de amiguitos, de excursiones, de fiestas de cumpleaños.

Y a pesar de tantas prevenciones, en la mayor parte de las parejas el asunto de la estabilidad no funciona. Los capitalistas se frotan las manos: cuantos más hogares monoparentales?¡más se vende!

Es difícil amar en tiempos de lucha; una lucha necesaria que las mujeres han pospuesto hasta hace un siglo aproximadamente y que la resistencia de los varones convierte en una larga batalla: más que la guerra de los cien años.

Y como felizmente ya no se puede retroceder a los tiempos pasados de patriarcados y mujeres sumisas, el único camino del amor es seguir avanzando, seguir explorando territorios desconocidos de más amor, más comprensión, más democracia, más soledad, menos idealismos, menos dependencias.

Las películas ya no terminan con el beso final de la pareja que nos reconfortaba antes de salir a la calle y abandonar el oscuro cine de nuestros deseos.

Pero todavía se pueden ver algunos jóvenes y maduros amantes que resisten en estos tiempos de cólera y desesperanza, y siguen, valientes, la espontaneidad de la vida y del amor: tienen hijos, se casan, hablan de sus dificultades y saben que cada historia amorosa es irrepetible.

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