El tren de alta velocidad que vuela por las vías pasando los pueblos de tres en tres, sin dar oportunidad a los viajeros de ver estos días las espadañas coronadas de cigüeñas, evoca en nostálgica mente el recuerdo del tren de la infancia, con vagones tirados por máquinas de vapor que bufaban y rebufaban en las trincheras pidiendo espacio para trotar libremente por llanuras y detenerse a recuperar fuerzas en los bebederos de agua cercanos a los pueblos, entonces ocupados por lugareños de tierra, alpargatas, puchero y pan.
Trenes solidarios donde la vida habitaba en ellos sin reserva alguna, porque en sus departamentos se compartía comida embutida en fiambrera y pan de hogaza, superando el vaivén que dificultaba el gorgoteo en el paladar del vino procedente de las botas, en medio del estrepitoso traqueteo del tren como música de fondo a canciones, risas y bromas, solo interrumpidas por un policía "secreta" que buscaba "rojos" despistados por los vagones.
En aquellos trenes hubo nacimientos imprevistos, muertes anticipadas, romances inesperados, espontáneas peleas, robos de guante negro, detenciones injustificadas, trileros de paso, rifas de afeitadoras, niños corriendo por los pasillos, comerciantes en las plataformas haciendo negocios, váteres testigos de inconfesables aventuras amorosas, discusiones matrimoniales, reconciliaciones y aves de corral asomando la cabeza en la cesta de mimbre.
Pero también había despedidas de viajeros que habían compartido esas historia de la vida con quienes quedaban en el tren, a los que no volverían a ver cuando abandonaban definitivamente aquel convoy de la vida en la estación correspondiente, quedando los demás viajeros a la espera de que llegara su estación para apearse dejando al tren de la vida que siguiera su camino.