Sueño despierta, durante un buen rato, con el delicado "ras, ras" que hacían los rastrillos de toda la vida, mientras recogían las hojas secas. ¡Cómo los echamos de menos! Con esa cadencia, no exenta de cierta monotonía, que ponía un toque de armonía en ese momento, de ese día, y lo alzaba al lugar de sonidos repetidos, buscados, esperados.
Hace unos años oíamos hablar de las antiguas torturas chinas y se nos ponían los pelos como escarpias. Eso de los palillos de bambú entre las uñas y la carne. Y aquello otro, y lo de más allá? Tanto y tan malo, que no quiero ni recordar. Pero? Tenemos instrumentos nuevos, más modernos, tan malvados (¡o más!) que aquellos tan terribles. Aparatos que parecen indefensos a simple vista, artilugios que son mejores para evitar otros males, no digo yo que no, pero que generan un daño inconmensurable.
Por ejemplo, los sopladores de hojas. Cada vez que vemos a un humano cargando uno de esos cachivaches a la espalda, nos ponemos a temblar. Porque como empiecen a horas tan tempranas con ese brrrrruuuuuum brrrrruuuuuum brrrrrrrrruuuuuuuuuuuuumm tan desagradable, chirriante y espeluznante, ya sabemos lo que nos espera. Y lo que es peor: ¡que no van a ser cinco minutos! Que nos acecha una laaaaarga mañana por delante, un día entero, a veces, de ruido continuo y rabioso, insistente, terco, que nos va martilleando los oídos, altera las células ciliadas del órgano de Corti, y se transmite como un eco por todo nuestro sistema nervioso, hasta llegar al cerebro, y al pobre lo rotura una y mil veces. Conocemos, de buena tinta, que nuestra tensión arterial se pondrá por las nubes, la adrenalina subirá a límites insospechados, y los nervios se dispararán necesitando tazas de tila. ¡Qué digo tazas!: ¡Cubos de infusión bien concentrada!, con agua bien hervida hasta que haga gorgoritos, burbujotas grandes en las que montones de esas hojas se bañen, se cuezan como en las calderas de Pedro Botero. Y, soplando con desesperación tanto como los pulmones den de sí para que se enfríe, con pulso tembloroso por el nivel de excitación, sujetando la taza (el puchero o el cubo, según la dosis necesitada, siempre en proporción cuádruple al nivel de ruido generado) poder ir dando pequeños sorbos, aunque nos abrasemos el paladar, hasta que la tila vaya deslizándose por nuestra faringe que tiembla como un flan igual que todo nuestro cuerpo, y de allí al estómago y, cuanto antes, (la vamos animando por el camino: "¡Venga, venga, tú puedes!") desembocar en el intestino para que absorba toda esa calma, bendita tila, y contar los segundos que parecen horas, hasta que llega a nuestro sistema nervioso y empieza a hacer un poco de efecto. Pero claro? Miramos el reloj, y por favor, ¡piedad!, ¡qué pronto es!, ¡¡las horas de brrrrruuuuuum brrrruuuuuuummmm brrrrruuuuuuuummmmm que nos quedan todavía!!?
Como todo puede ser siempre peor, falta la herramienta asesina: ¡La sierra eléctrica! No, no, ni mucho menos se nos pasa por la cabeza coger la sierra eléctrica para acabar con el ruido de la sopladora de hojas. ¡Ni por asomo! El problema es que? ¡Aún no se han podado los árboles!
Me parece que voy a ir hirviendo agua en abundancia para ir llenando la bañera. Cuando vaya haciendo gorgoritos, echaré los tres sacos de tila que he comprado. ¡¡¡E-e-e-e-el dí-i-i-i-i-i-i-i-a h-a-a-a-a amane-e-e-e-cido-o-o-o-o-o co-o-o-o-omplic-ca-a-a-a-do-o-o-o? Y-y-y-y-y amena-a-a-a-za-a-a-a-a co-o-on em-m-m-m-m-m-peo-o-o-o-o-o-ra-a-a-a-a-a-a-ar!!!