OPINIóN
Actualizado 18/01/2020
Manuel Lamas

La tierra es algo más que elementos inteligentemente unidos, capaces de formar los caminos por donde pasamos, elevar las montañas, o trazar el sinuoso curso de los ríos. La tierra es, además, sentimiento profundo; tristeza inevitable cuando los alejamos de los paisajes de la niñez. Pero esa añoranza no sería posible si no conserváramos en nuestro interior la cartografía de nuestra personalidad, configurada en la época en que despertábamos al mundo.

Y, siendo la tierra algo tan sutil; tan diverso y misterioso, no es posible contemplarla sin que nuestro corazón registre los sentimientos más dispares. Más aún si esa tierra, como digo, es la nuestra, la que vieron nuestros ojos al nacer.

Pero no es posible amar a la tierra sin recobrar en la memoria las personas con las que compartimos vivencias y compromisos. Entre ellas, los amigos de la infancia, con los que realizábamos atrevidas travesuras para afianzar nuestra importancia dentro del grupo.

Si este sentimiento lo trasladamos al mundo global, nuestro amor por la tierra se multiplica; lo hace hasta convertirse en preocupación por el daño que le ocasiona nuestra forma de vivir. Entonces, tenemos que acudir a nuestro espacio interior y preguntarnos: ¿qué estamos dispuestos a realizar para que los montes no se quemen, los ríos no sufran contaminación y el aire permanezca limpio? Creo que ha llegado el momento de tomar en serio las consecuencias de nuestros comportamientos para salvar lo que aún se pueda.

Tengamos en cuenta que la economía es voraz, depredadora; no respeta ni a las personas ni al medio donde viven. Hay que poner freno a conductas aberrantes a través de normas acordes con los problemas a los que nos enfrentamos. Tenemos que pasar de los circos mediáticos con los que despertamos a diario al trabajo real. Un trabajo que tendrán que encabezar los políticos, más ocupados en sus intereses individuales que en los graves problemas que azotan a la sociedad de nuestro tiempo.

Es urgente que los parlamentos de cada estado establezcan leyes adecuadas a los problemas que tienen delante. Pues si los glaciares se derritan, si la masa forestal desaparece, y el aire que respiramos se contamina, ¿qué nos queda? ¿Qué mundo dejaremos a nuestros descendientes?

Pero vivimos sobre las mentiras; se niega lo evidente, aunque sus consecuencias reflejan con absoluta claridad hacia donde nos acercamos. Aquellos que gobiernan temen adoptar medidas con la celeridad necesaria. Una vez más manda la economía; es ella quien establece las condiciones en que tenemos que vivir, cómo hemos de alimentarnos, y cuanto tenemos que aportar para vivir bajo su dictadura.

No acierto a comprender que, aptitudes tan aberrantes, tan fuera de lugar, y tan alejadas de la generosidad con que la Madre Naturaleza nos atiende, puedan tener cabida en el corazón de esta sociedad.

Ha llegado el momento de modificar nuestras costumbres. El derroche y las adiciones que estamos adquiriendo a través de propagandas engañosas, cuyo único fin es aumentar el consumo, tienen que desaparecer. La felicidad no podemos obtenerla a través de las cosas, sino abriendo espacios entre ellas para decidir con absoluta libertad nuestra manera de vivir.

Manuel Lamas

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